Blanca Elisa Cabral V. y Carmen Teresa García R.
CABRAL V., B. E. Psicóloga Clínica y Sexóloga. Actualmente
Profesora e Investigadora del Área de Estudios de Género y Sexualidad de la
Universidad de Los Andes. Mérida, Venezuela. Telefax: 58-274-2401851 Telf.:
274-2621227.
Correo Electrónico: blancaelisa7@cantv.net
GARCÍA R., C. T. Socióloga. Profesora e Investigadora del Área de Estudios de
Género y Sexualidad de la Universidad de Los Andes. Mérida, Venezuela. Telefax:
58-274- 2632966 - 2403960 - 2401851.
Correo Electrónico: ctgarcia@ula.ve
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De cómo llegamos
a ser hombres y mujeres entretejidos a la socialización diferencial
- Hombres
y mujeres bajo el marcaje simbólico de las diferencias de género
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De los
nudos del género a la violencia
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Deshaciendo
el nudo del género y la violencia
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Referencias Bibliohemerográficas
La
violencia doméstica y sexual es un problema multidimensional complejo, que
entre otras importantes variables implicadas, se ha ido construyendo
socioculturalmente a través de un aprendizaje social enraizado a una lógica de
desigualdad de género que reproduce la violencia jerárquica de poder.
A partir de una reflexión crítica de los paradigmas
tradicionales fijados a la masculinidad y feminidad, en este trabajo le damos
un peso específico al nudo sociosimbólico que se forma entre el género y la
violencia. Abordamos esta problemática desde la psicología social y la
sociología, sustentada metodológicamente en una primera muestra de datos de la
violencia en el espacio público y doméstico, en el Estado Mérida. Venezuela
(1990 - 1997) y finalmente presentamos una propuesta deconstructiva de los
mecanismos sexistas de socialización / educación - deshaciendo el nudo de la
violencia de género -, la cual pasa por democratizar los múltiples espacios
sociales, e incluso redimensionar el espacio doméstico como coartada para
gestar otras posibilidades de socialización y cambio en las simbolizaciones y
en los patrones de crianza.
Género, violencia doméstica y sexual,
socialización diferencial, representaciones sociosimbólicas.
UNDOING THE KNOT BETWEEN GENDER CONSCIOUSNESS
AND VIOLENCE
Sexual and domestic violence is a complex
multidimensional problem which among other salient variables implied has a
socio-cultural structure based on the principle of sexual inequality which
reproduces violence within hierarchical power structures. After critical
reflection upon traditional paradigms in respect to masculinity and femininity,
in this paper we give a specific weight to the socio-symbolic knot which ties
gender difference with violence. We confront this problem from a
socio-psychological, as well as a purely sociological point of view
methologically sustained by initial data analysis from public and domestic
violence statistics from the state of Merida in Venezuela from 1990-1997. We conclude
with a destructural proposition for the sexist mechanisms extant in society and
education with the aim of undoing the gender-violence knot, and also so that
multiple social spaces within these parameters may be democratized. We also
propose a re-dimensioning of domestic space in order to delineate new social
possibilities as well as reform of imagery and symbolization in pre-primary and
primary education.
Gender, domestic and sexual violence, social
difference, socio-symbolic imagery.
Cada quien pertenece a uno u otro sexo en el que somos
clasificados y divididos según las diferencias sexuales en varones y mujeres.
Este es un hecho biológico que define un sistema de creencias, expectativas,
valores, prácticas y comportamientos
psicosociales acerca de lo que debe o
no debe corresponder al sexo masculino y al
femenino.
Ser varón y mujer en el mundo significa coexistir
tensionalmente dentro de una compleja
red sexo/género[2]
establecida socialmente sobre la base de las diferencias sexuales:
- Como varones y mujeres somos asignados a un sexo u otro de
acuerdo a la condición biológica que nos diferencia, entendiendo por sexo,
“... los agrupamientos de los humanos en las categorías -
varones y mujeres - siendo así que dicho agrupamiento tiene su fundamento en la
diferenciación biológica” (Eagly, 1987:45).
- A partir de la condición sexuada se asigna la diferenciación del género en
masculino y femenino, convirtiéndose el
género, en uno de los ejes organizadores de las relaciones sociales,
entendiendo por género, la atribución y transformación sociosimbólica de las
diferencias sexuales, trastocadas en relaciones sociales desiguales y
asimétricas de poder entre los hombres y las mujeres según el contexto
histórico social y cultural dominante.
“En cada cultura, la diferencia sexual es la constante
alrededor de la cual se organiza la sociedad. La oposición binaria
hombre/mujer, clave en la trama de los procesos de significación, instaura una
simbolización de todos los aspectos de la vida: el género. Esta simbolización
cultural de la diferencia anatómica toma forma en un conjunto de prácticas,
ideas, discursos y representaciones sociales que dan atribuciones a la conducta
objetiva y subjetiva de las personas en función de su sexo” (Lamas, M,1995:62).
Pareciera
entonces que, el hecho biológico de
las diferencias sexuales en los cuerpos sexuados del varón y la mujer se
convierte en la mayor excusa biohistórica
de virilización de la cultura para dividir
a los seres humanos en dos clases
sexuales bien diferenciadas: varón y
mujer; quienes son escindidos en dos géneros socialmente construidos:
masculino – femenino, a partir de cuyas diferencias se establece -en coherencia
con el orden del discurso social
dominante- profundas desigualdades e injusticias sociales entre los
hombres y las mujeres, cuyo devenir
sociocultural delata una historia de
relaciones de dominación a la que subyace una lógica de Poder que es
androcéntrica, patriarcal y sexista (Cabral,1997).
La noción determinista del sexo ha biologizado los comportamientos dentro de una visión esencialista
de principios universales, absolutos e inmutables acerca de “la naturaleza” de la mujer en su condición
del “eterno femenino” y “la naturaleza”
del hombre en su condición de atributos masculinos; Llevando también a una medicalización del sexo (expresada en
las nociones clásicas que se tienen acerca de lo que es considerado enfermedad,
desviación, normal o anormal etc.) legitimada en la institucionalización de
los saberes científicos (en la medicina, psiquiatría, psicoanálisis,
psicología, sociología, educación, etc.).
Esta concepción ha resultado insuficiente y reduccionista
para dar cuenta de la complejidad del sexo biológico y de su construcción
social en sus múltiples interdependencias y codeterminaciones por las que
atraviesa el sexo biológico, que ha sido identificado según la variedad de sus
funciones como: sexo genético, sexo gonadal, sexo hormonal, sexo cerebral, sexo
morfoanatómico (referido a los genitales externos e internos), dimorfismo
sexual, orientación y preferencias sexuales etc. (Katchadourian, H. comp. 1983)
lo que significa que el sexo, considerado per
se una condición biológica inmutable, es susceptible de cambios y modificaciones,
combinaciones, desequilibrios, “anormalidades” y variaciones..., contingentes
de ocurrir durante el proceso de sexuación (Money, y Ehrahdt, l972), mediante
el cual se forman y diferencian
sexualmente los varones y las mujeres, y en el que interactúan componentes
biofisiológicos, vivencias y expresiones psicológicas (como la identidad
sexual, por ejemplo) y las influencias sociales.
La complejización del sistema sexo/género permite
entender, según Fernández, J.
(l996 : 37) que,
“...el sexo ciertamente hunde sus raíces en lo “biológico”
(modificable) a la par que muestra una evolución psicosocial (modificable), resultando como producto un
sujeto necesariamente sexuado que ha de desarrollar (aprendiendo) su naturaleza
biopsicosocial... Así pues, las dos realidades del sexo y del género son
susceptibles de modificaciones y, para ambos, lo biológico y lo social se
muestran en permanente y continua interacción”.
¿Será varón o “hembra”?, es la típica pregunta que hacemos
ante el nacimiento de un ser humano, cuyo tierno cuerpecito anudamos de rosado
o de azul, con todo un atado de provisiones psicológicas y socioculturales que
condicionarán su vida a través de un proceso de socialización diferencial bajo
la excusa de las diferencias sexuales.
Cuando nacemos varón o mujer, nos encontramos en una
familia, en una comunidad o en un país determinado, pero sobre todo, nos vemos
inmersos en el tejido social de
prácticas y relaciones humanas, que para funcionar bajo esquemas coherentes de
organización social, ha construido creencias, normas, costumbres, valores,
expectativas, roles, leyes y modos de pensar, sentir y actuar que toda persona
tiene que aprender haciéndolas suyas y, en esa medida, deviene ser social. Así,
la persona se va asimilando a una cultura que al integrarla a su personalidad,
le permite adaptarse al entorno sociocultural. Estos son procesos de orden
cultural, psicológico y social que van conformando nuestra experiencia de vida
e identidad de género, muy difícil de soslayar dentro de la red sexo/género
anudada al imperativo social en la conformación individual y colectiva del ser
humano.
El sexo es,
pues, el referente básico
para establecer las diferencias sexuales; de
modo que el sexo deviene género en un proceso de construcción
sociosimbólico constitutivo de la organización de las relaciones sociales en
general, con el mismo status de etnia, clase social, edad, generación etc., y
está fundamentado principalmente, en la socialización diferencial; el género es, pues, el referente
primario a partir del cual se define y evalúa
a la mujer y al varón.
Mientras el sexo es la
expresión fundante de las diferencias sexuales, el género deviene en el
ejercicio de un diferencial de poder vertebrado a las relaciones sociales.
Llevamos, por tanto, la impronta de una
estructura jerárquica de relaciones de dominación que interviene desde el
interior mismo de nuestro proceso de desarrollo cognitivo/afectivo y conductual
en la construcción de la masculinidad y la feminidad.
El proceso de aprendizaje social no es igual para niños y
niñas, pues, valores, expectativas y roles son distintos y transmitidos de
forma diferencial según el sexo de asignación y pertenencia y, por supuesto,
hombres y mujeres interiorizan mensajes y representaciones sociales diferentes
que los acaban convirtiendo en personas con dos cosmovisiones del mundo, que a
la larga, los va distanciando en dos subculturas que se oponen y, conflictúan
la relación hombre/mujer marcada por profundas desigualdades sociales.
Entonces, ¿qué
significa ser varón en nuestra sociedad venezolana?
En una sociedad de clases, de estructura patriarcal
judeo-cristiana e hispánica, mestizaje cultural, residuos rurales, desarraigo,
marginalidad y desorden urbano, de hombres y mujeres que viven deprisa y
agitados entre el hogar y el trabajo, en un país que se debate entre la
modernidad y la tradición aun anclada en mentalidades, representaciones, creencias,
actitudes y conductas que aún nos distancian y separan, en una cultura de
estructura familiar fundamentalmente
matricentrada (la madre como
núcleo de la familia, ausencia del padre biológico o en general, poca relación y pobre vinculo afectivo con
el padre biológico, presencia de diferentes figuras de padre, sustitutos o
padrastros) con todo el bagaje psicosocial y económico que implica para la
mujer haciendo de madre y padre (mujeres solas, separadas, madres solteras,
divorciadas y abandonadas) y para los hijos/as que crecen en medio de familias
fragmentadas. Realidad muy bien
investigada por Moreno, A, (1997:34) en sus
estudios sobre la familia venezolana, quién afirma que,
“Sea cual sea el punto del que partamos, una historia de
vida, la experiencia directa, un producto cualquiera de la cultura popular,
llegamos invariablemente -y el camino no es largo-a la madre como fuente de
raíz del sentido. La experiencia primera, radical y permanente del venezolano
se produce y estructura en esta relación -relación-nudo-de relaciones-que es la
familia matricentrada”.
En este
contexto de relación hombre/mujer,
donde el proceso de socialización diferencial tipificado es transmitido y/o
reproducido por la familia, la escuela, los grupos de pares, los medios masivos
de comunicación, las iglesias, la comunidad etc., donde llevamos aún, el peso
cultural de tradiciones, costumbres, creencias, mitos, normas, pero también la
introducción de valores foráneos fomentados por los medios; ser varón significa (en términos
generales y sujeto a variables individuales y experiencias de vida
particulares):
Someterse a una educación de carácter sexista y estar fijado
a modelos de masculinidad construidos como referentes, para asignarle rasgos de
personalidad, atribuirle estereotipos sexuales, actitudes, valores,
sentimientos, emociones y pautas de comportamiento que le demandan ser: fuerte,
inteligente, activo, productivo, independiente, seguro, competitivo; le exigen
responder agresivamente (tanto en sentido positivo como negativo), a entrenarse
en actividades como luchar, ganar, atacar, mirar, tocar, conquistar, vencer,
dominar, controlar; a expresar su sexualidad vinculada, por lo general al
machismo; a estar motivado hacia el logro, el éxito; a tomar decisiones; a
orientarse hacia la vida pública y la realización social; a ser proveedor,
protector, servido, obedecido, a detentar el poder, la fuerza y la violencia.
No es de extrañar entonces, que dentro de esta construcción
de estereotipos y roles asignados e impuestos por la sociocultura dominante, se
anide una de las manifestaciones paradigmáticas de la masculinidad en América
Latina: el machismo, como señala
Norma Fuller (1997:36) citando a Stevens (l973):
“... el machismo se origina en las antiguas culturas del
viejo mundo, pero el síndrome completamente desarrollado aparece solo en
Latinoamérica”.
El machismo es una exageración de los rasgos y
características atribuidos al varón en su condición sexual de macho, lo que
le otorga el privilegio de ejercer fuerza, poder, control y dominio sobre la
mujer, e incluso tomar decisiones por ella y sobre ella, sobre su cuerpo, su
sexualidad, sus actividades y tiempo, coartando su libertad y autonomía. El
machismo se expresa en el deseo y necesidad de afirmarse constantemente como
hombre ante los demás hombres y ante las mujeres, probar la hombría y su
virilidad en el deseo de posesión de la mujer a título de objeto y en el
ejercicio frecuente de su sexualidad, ostentando con orgullo sus infidelidades
y número(s) de vástagos producto de sus encuentros sexuales, sin que
necesariamente haya compromiso afectivo y responsabilidad y, en muchos casos,
“... sin asumir su rol de jefe de familia y padre proveedor...”
(Fuller,1997:37)
Si bien la violencia es una expresión evidente y extrema del
machismo, consideramos importante tomar en cuenta el punto de vista de Monzón,
A. (l988), quién sostiene, que una serie de actitudes sutiles que subordinan y
relegan a las mujeres a un segundo plano y que son también generadas por esa
sobrevaloración de lo masculino frente a la marginación de lo femenino, le
ocasionan a la mujer un gran daño, convirtiéndose, como diría Bourdieau, en una
forma de violencia simbólica.
En este contexto sociocultural construido como escena de un
proceso de socialización diferencial tipificado, ¿qué significa ser mujer en nuestra sociedad venezolana? En una
sociedad de clase, de estructura patriarcal, entre relaciones de dominación,
falocéntrica y sexista.
Ser mujer
significa (sujeta a variables
individuales y colectivas, así como a experiencias de vida particulares),
someterse a una educación de carácter sexista y estar fijada a modelos de
feminidad construidos como referentes, para asignarle rasgos de personalidad,
atribuirle estereotipos sexuales, actitudes, valores, sentimientos, emociones y
pautas de comportamiento que le demandan
ser: bella, tierna, coqueta, seductora, sumisa, pasiva, obediente, receptiva,
tolerante, paciente; le inducen a
mostrar (se), postergar (se) sacrificarse, dejarse conquistar, ayudar, servir; a orientarse hacia la intimidad, a
construir su vida en el espacio privado
y doméstico, a responsabilizarse de
la crianza de los hijos, muchas veces a
limitar su proyecto de vida y realización personal centrándose
exclusivamente en la familia y el hogar...
Este escenario simbólico/cultural es el contexto donde
fecunda la construcción de la feminidad en torno a ejes de “servidumbre
voluntaria”, entrega desinteresada a los otros, “dependencia vital” de los
otros, no sólo en lo económico y social, sino también en el ámbito
afectivo/emocional y sexual en el que anida ese sentimiento de
desesperanza aprendida y el sentirse dueña de la culpa cuando se atreve a
salirse de los moldes culturales aprendidos y a romper con los modelos
tradicionales cuasi sagrados, naturalizados y biologizados, considerados
inherentes a su condición de género.
Los modelos
estereotipados de lo masculino/femenino
que circulan de modo explícito o encubierto, asumidos voluntaria e
involuntariamente, conscientes o inconscientemente por varones y mujeres, son resistentes al cambio por su arraigo
en mitos, creencias, tradiciones, costumbres, actitudes, sentimientos y valores
fijados, mentalizados y cristalizados en nuestras más íntimas cogniciones y
experiencias de vida. Son modelos y esquemas de vida generadores de
frustraciones, conflictos y fracasos, como afirma Poal Marcet, G (l993) a nivel
social producen insatisfacción, porque no socializan en base a virtudes,
defectos personales y limitaciones sino en base al sexo con que le tocó nacer,
no logra los objetivos ni en hombres ni en mujeres, resultan obsoletos y poco
adaptativos al encasillar a las personas y acostumbrarlas a pensar, sentir y
actuar parcial y fragmentariamente. Pareciera entonces que,
“Sobre la contundente realidad de la diferencia sexual se
construye el género en un doble movimiento: como una especie de “filtro”
cultural con el que interpretamos el mundo, y también como una especie de
armadura con la que constreñimos nuestra vida” (Lamas, l995: 62).
Vivir dentro de la red sexo/género significa entonces,
construir identidades bajo el marcaje
sociosimbólico de las diferencias de género que nos escinden en
polaridades opuestas y/o “complementarias” de lo masculino y lo femenino
entretejidas al acontecer sociohistórico, a las relaciones sociales, a la
experiencia de vida, a las relaciones entre los sexos y, a nuestras
intersubjetividades, y ello tiene que ver, en lo fundamental, con una lógica de género que implica:
·
Anclaje de la cultura
en una estructura de tradición patriarcal
·
Aprendizaje de pautas
socioculturales transmitidas por un proceso de socialización diferencial según los sexos
·
Internalización de un
conjunto de representaciones sociosimbólicas tipificado
·
Circulación del
discurso social de las diferencias sexuales cristalizadas en desigualdades
sociales
·
Reproducción de la
ideología de la dominación de género
·
Mantenimiento de las
relaciones asimétricas de poder
·
Ubicación de un espacio
público (preferiblemente detentado por el hombre) y de un espacio privado
(preferiblemente asignado para la mujer)
·
Dominación y
supremacía masculina frente a la marginación y subordinación femenina
·
Transmisión de
patrones culturales sexistas desde la familia, la escuela, los pares, los
medios de comunicación masiva, la iglesia, etc.
·
Asignación de
estereotipos sexuales
·
Reproducción de una
doble moral sexual
·
Expresión del
machismo como forma usual de relación
·
Manifestación del
sexismo como práctica predominante de desigualdad de género
·
Expresión de
diferentes formas de maltrato y violencia masculina contra las mujeres
Aún cuando está lógica de género atraviesa las relaciones y
prácticas sociales en la vida cotidiana de los hombres y las mujeres, también
reconocemos que el proceso de internalización, conformación y expresión de la
identidad de género, no es una experiencia uniforme ni homogénea vivida por
todos los hombres y por todas las mujeres. Se
es hombre o mujer de muchas y diferentes maneras y ser hombre y ser mujer
en nuestros países, no tiene la misma significación ni es compartida de la
misma manera, aun desde el imaginario colectivo y la pertenencia a un
determinado pueblo, una región, cultura, religión o comunidad ;
reconocemos una multiplicidad de variables implicadas (ya señaladas
anteriormente, como la etnia, el status económico, la clase social, la edad, la
generación, los modos de vida, e incluso variables individuales, diversos
estilos cognitivos, modos de asimilación, internalización y experiencias etc.)
que junto a las diferencias sexuales, le imprimen significados diversos a la
compleja experiencia que significa el ser hombre y ser mujer.
Además,
siempre nos queda ese resquicio de libertad y autonomía en nuestras diferencias
individuales, en nuestras intersubjetividades, en la capacidad de relación
creativa con la vida para generar diferentes interpretaciones del mundo que nos
rodea, en la forma particular de ser/sentir/pensar/hacer, actuar y
relacionarnos; En los modos de decodificar/asimilar lo transmitido, de
des-montar el escenario y des-cubrir el cuento(s) que nos han contado.
Incluso, es en la experiencia de vivir entre tensiones,
conflictos, contradicciones y en situaciones de desequilibrios de poder, de
desigualdad e injusticia social, donde
fecundan los espacios de reflexión y rebelión - caldo de cultivo - para la
crítica, el cuestionamiento, la confrontación, la disidencia, la subversión, la
trasgresión, la ruptura y la posibilidad de deconstrucción, arqueología y transformación
de la cultura dominante. Recordemos a Michel Foucault, cuando nos dice, que
donde existe el poder hay resistencia y, esa resistencia movilizada por los
grupos feministas, las luchas y propuestas de las mujeres, las minorías
sociales, étnicas, sexuales etc., y jalonada por los mismos cambios
científico-técnicos y económico-sociales en el acontecer de nuestro tiempo,
revela las posibilidades de subversión y cambio del orden dominante, así como
la significación de las intersubjetividades,
la construcción de las identidades de modo diferente y autónomo y, la
esperanza de otras formas de vida más ecológica y equitativa.
A las diferencias/desigualdades de género, subyace la
división del mundo que tiende un puente de encuentros y desencuentros entre hombres
y mujeres, construido sobre las bases de la visión fragmentaria que todo lo
divide y opone como formas de representación y reorganización cognitiva del
mundo, de la naturaleza, del ser humano, del conocimiento; se trata como ha
señalado P. Bourdieu (1980) de,
“... la di - visión del mundo, basada en referencias a las
“diferencias biológicas y sobre todo a las que se refieren a la división del
trabajo de procreación y reproducción” actúa como la “mejor fundada de las
ilusiones colectivas”. Establecidos como conjunto objetivo de referencias, los
conceptos de género estructuran la percepción y la organización concreta y
simbólica de toda la vida social”.
Al ir recogiendo la madeja de la intrincada red que envuelve
las relaciones entre los sexos, vemos que el género como categoría de análisis
crítico, permite ubicar el problema de la violencia de género en el debate
teórico de las ciencias sociales, ir destejiendo la complejidad sexo/género en
su vinculación con la violencia y su ubicación en la estructura posicional de
la sociedad en su relación con el poder y brinda algunas pistas para acceder a
la trama de su simbolización cultural en el imaginario de los hombres y las
mujeres y avistar posibilidades de transformación. Además, como bien lo ha
señalado Corsi. J. (l997)
“Comprender la vinculación entre identidad de género
masculino y violencia doméstica resulta ineludible, ya que permite enriquecer
la conceptualización del fenómeno, a la vez que sugiere objetivos posibles para
la intervención terapéutica y para el diseño de estrategias preventivas”.
Si partimos de la premisa de que “La lógica de género es una
lógica de poder, de dominación”, como afirma Lamas. M. (l995) citando a
Bourdieu, es posible desenhebrar los vínculos entre género/poder/dominación y violencia.
“Esta lógica es, según Bourdieu, la forma paradigmática de
violencia simbólica, definida por este sociólogo francés como aquella violencia
que se ejerce sobre un agente social con su complicidad y consentimiento... la
eficacia masculina radica en el hecho de que legitima una relación de
dominación al inscribirla en lo biológico, que en sí mismo es una construcción
social biologizada”.
Siguiendo a Bourdieu entonces, internalizamos y expresamos
una lógica de género inscrita milenariamente en la objetividad de las
estructuras sociales y desde muy temprana edad en la subjetividad de las
estructuras cognitivas; de allí, su resistencia al cambio, ya que el ejercicio de la violencia simbólica
cuenta no sólo con la legitimación de las instituciones sociales sino con “una
somatización progresiva de las relaciones de dominación de género” efectuadas
por la socialización, con “el consentimiento” de una di-visión del mundo en
pares de opuestos (naturaleza y cultura, macho y hembra, hombre y mujer,
homosexualidad y heterosexualidad, normal y anormal, etc.) como formas de
re/organización y representación cognitiva del mundo. De manera que el problema
comienza cuando convertimos estas dualidades en fijaciones conceptuales y
estructurales fundantes de forma fragmentaria, parcelada y dicotómica de mirar,
relacionarnos, ser y estar en el
mundo; como han dicho los semánticos, confundimos el mapa con el territorio, la
luna con el dedo que la señala.
La violencia simbólica, tal
como la plantea Bourdieu, reafirmado en Lamas (1995 :33-37) se
arraiga en la concepción y construcción del poder inscrita en los cuerpos y en
las mentes en forma de “habitus”, el cual se refiere al conjunto de relaciones
históricas “depositadas” en los cuerpos
individuales en la forma de esquemas mentales y corporales de percepción,
apreciación y acción, “esquemas que son de género y engendran género” a través
de los cuales opera y funciona la socialización diferencial. El concepto de
Violencia Simbólica abre una vía teórica que nos permite entender e ir hasta
los cimientos mismos de los
mecanismos subyacentes de las diferentes caras de la violencia como cultura dominante dirigida en contra de los
otros, lo que implica deconstruir la violencia hacia las mujeres (doméstica y
sexual).
La violencia es hoy, una forma de relación tan frecuente y
con múltiples expresiones infiltradas
de tal manera en el tejido social, que ha terminado por invadir los actos, las
relaciones, nuestras prácticas, e incluso, los resquicios más íntimos de la
vida cotidiana, formando parte de la expresión agresiva de nuestras
emociones (reacciones de rabia, ira,
frustración, miedo, ansiedad, conflictos y otra variedad de acciones,
complicidades y omisiones). Se trata de una violencia inscrita y modelada en la
cultura y en nuestras mentes, de tal manera que se ha ido imponiendo como forma
de cultura dominante.
Nuestros niños/as y jóvenes se socializan bajo los
dispositivos de una cultura de la violencia que se entreteje desde la más
temprana infancia en sus juegos, juguetes, actividades, deportes, relaciones
familiares, modelos psicocosociales, etc., cuya primera manifestación son los estereotipos y roles
sexuales que van construyendo y constituyendo su experiencia de vida.
Dentro de este marco socioestructural y sociosimbólico
ubicamos la violencia como uno de los ejes en torno al cual se construye la
masculinidad y la feminidad.
Los niños y los hombres viven en situaciones de riesgo,
modelamiento y ejercicio de la violencia más que las niñas y las mujeres, pues
se le exige constantemente mostrarse como un “hombre de verdad”. Que este
riesgo se manifieste o no depende en gran medida de las presiones y
prácticas concretas del entorno familiar, social y cultural en que se educan.
Myrian Miedzian (1995:222-223) ejemplifica muy acertadamente
esta situación de socialización diferencial cuando afirma que:
“...un paseo por los parques o una mirada bajo el árbol de
navidad... revelaría que mientras a las niñas se les regala muñecas, casitas,
cochecitos de muñecas, que las inicia al mundo de la ternura y vínculos
afectivos con los demás... los niños reciben pistolas, “figuras de acción” como
GI Joe y violentos juegos de la era espacial
que los va convirtiendo en violentos...”
Sostiene también ésta autora, que en las sociedades
occidentales hay una correlación histórica y cultural entre masculinidad y
violencia. Al respecto señala que los valores de la mística de la masculinidad
fomentan la violencia en los varones y cuando crecen los niños socializados
dentro de esta tendencia, dependiendo del entorno socioeconómico, encontrarán
oportunidades para afirmar su masculinidad, poniendo a prueba su virilidad,
vinculándose a pandillas, cometiendo actos delictivos violentos, fugándose o
participando en violaciones en grupos. Basta recordar un hecho dramático que
ejemplifica tristemente esta situación, nos referimos al caso de dos niños de
11 y 13 años (en Jonesboro, Arkansas. EU.) Quienes asesinaron con pistolas y rifles a sus compañeras y
maestra. Según el noticiero de la Cadena Televisiva ABC (marzo 1998)
aparentemente las víctimas habían sido “... seleccionadas por su sexo o
identidad. No dispararon al azar... En menos de cuatro minutos los niños
dispararon 27 veces... ”el móvil parece haber sido “una desilusión amorosa”.
Llama la atención como uno de los niños nació y fue educado en un ambiente de
armas y caza (Labi,1998: 4-7).
Corsi, J. (l997) al reseñar investigaciones recientes
realizadas en varios países, destaca la identificación con modelos familiares y
sociales que define las formas violentas de relación como procedimientos
aceptables para la resolución de conflictos:
“En lo que respecta al microsistema, se ha podido comprobar
que un alto porcentaje de hombres golpeadores han sido víctimas o testigos de
violencia en sus familias de origen.
Si consideramos el macrosistema, podemos decir que estos
hombres han incorporado en su proceso de socialización de género, un conjunto
de creencias, valores, actitudes que, en su configuración más estereotipada,
delimitan la denominada “mística masculina”: restricción emocional, homofobia,
modelos de control, poder y competencia, obsesión por los logros y el éxito,
etc.”
Sin embargo, el hecho de que muchos hombres lleven vida no violenta,
a pesar de que viven en una sociedad que estimula los valores de la “mística de
la masculinidad, demuestra que no existe una tendencia natural hacia la
violencia. Felizmente no todo hombre encaja en este modelo ni asimila,
interioriza o se identifica con los mecanismos o dispositivos socioculturales de la violencia.
Vivimos profundas contradicciones cuando buscamos socializar
a los niños/as y jóvenes en conductas aceptables y no violentas, pero se
descuidan, olvidan, omiten o transgreden valores fundamentales de una cultura
para la vida, la igualdad y la paz, como la solidaridad, cooperación, respeto,
sentimiento de compromiso y responsabilidad del bienestar propio y de los
otros/as, en cambio, se transmiten valores foráneos que muchas veces ni siquiera
encajan en nuestra identidad cultural, e incluso antivalores y se modelan
actitudes y conductas violentas o en franca contradicción.
¿Cómo queremos enseñar, esperar y corregir en nuestros
niños/as, cuando nosotros/as incurrimos en flagrantes contradicciones?, por
ejemplo, le gritamos “... coooño... que no digas groserías! O no le
pegues a tu hermanito... y al tiempo le
tiramos un zapatazo”; Aspiramos que no consuman drogas pero le modelamos
nuestras adicciones y excesos “socialmente aceptados” o los dejamos solos, sin
orientación, cariño, afecto y atención horas enteras ante el bombardeo de los
medios exhibiendo la escalada
promiscua de sexo y violencia,
que parece salirse de las pantallas del cine y la televisión ante la mirada
fija y deslumbrada de los niños/as y jóvenes; mientras que las niñas y jóvenes
se socializan bajo la sombra de los estereotipos y roles sexuales que ven día a
día en las novelas o series, con sus imágenes distorsionadas de la mujer,
reforzando creencias, mitos, papeles y roles tradicionales, actitudes y
conductas representados en los casilleros simbólicos de la heroína en su papel
de víctima, de “la otra” en su papel
de villana, o de mujer objeto y
símbolo sexual..., todo lo cual se aprende por el modelamiento vicario a través
de sus héroes, heroínas y protagonistas con los cuales tienden a imitar e identificarse.
Si éste es el contexto que hemos construido como escena,
entonces ¿qué estamos haciendo con
nuestros niños y jóvenes que se han convertido en seres violentos?.
Por ejemplo, ¿qué está pasando en el apacible estado Mérida,
situado entre la hermosa cordillera andina que invita a la tranquilidad, al
relax y al descanso, para que se esté convirtiendo en un lugar inseguro y se
estén incrementando los hechos de violencia?.
Veamos algunos datos
cuantitativos reveladores de la violencia, [3] por ejemplo, en lo que va de la década del
90 en el estado Mérida, fueron brutalmente asesinadas 40 mujeres por su pareja
(esposo, concubino, ex-novios), violadas 86 (niñas, jóvenes y ancianas) y
heridas 65 (con diferentes tipos de armas). 98% de estos hechos fueron
perpetrados en el hogar, afectando a la mujer, hijos/as y a la familia. Estos
son algunos casos de los subregistros
existentes de violencia doméstica y sexual, en los cuales llama la
atención el drama íntimo con pesada carga emocional y las consecuencias del
desajuste psicosocial (miedo, pánico, temor, angustia, inseguridad, baja
autoestima, stress, depresión, soledad, aislamiento, abandono) que limita y
bloquea el desarrollo y la realización personal de la mujer víctima del impacto
emocional que significa vivir bajo violencia
en su espacio intrafamiliar.
La violencia doméstica y sexual es un problema social
complejo que no podemos simplificarlo, aludiendo a la agresividad innata del
varón o a la pasividad de la mujer, ni a patologías de hombres mentalmente
perturbados o alcohólicos, que los librarían de toda responsabilidad,
intentamos analizarla como un problema social
complejo y en consecuencia
multidimensional, que se va construyendo, entre otras variables
importantes, mediante el aprendizaje de un proceso de
socialización diferencial basado en una lógica de desigualdad de género que
reproduce la violencia de modelos socioculturales jerárquicos de poder; es
decir, se trata de darle peso específico a las diferentes formas en que el
género se anuda sociosimbólicamente a la violencia.
Mientras la violencia dirigida en contra de las mujeres es
vivida por lo general, en su espacio privado y frecuentemente ejercida por
personas conocidas con las cuales pueden tener estrechos vínculos afectivos; la
violencia ejercida por y entre los hombres, se recibe y vive frecuentemente en los espacios públicos como en la calle, plazas, bares, etc. (83% de los casos
en el estado Mérida).
Ejemplifiquemos con algunos datos de violencia pública hacia
los hombres: La violencia callejera en el estado Mérida ha dejado en la década
de los 90, 170 hombres asesinados de diferentes edades (con un mayor porcentaje
de jóvenes); 322 heridos y en el 99% de los casos el homicida o el agresor fueron otros hombres en su mayoría también
jóvenes. Cabe destacar un caso en que la homicida fue una mujer, quien reportó
haber matado a su pareja “... porque estaba cansada de ser humillada y
maltratada..”
Si relacionamos la agresividad y las diferencias de género
con la violencia, nos encontramos con que los estudios científicos no arrojan
datos concluyentes que permitan dilucidar el problema, como afirman Hyde y
Schuck ( l977).
“Quizá, la mayor conclusión que podemos extraer en este
momento, y la única que parece concordar mejor con los datos de que disponemos,
consiste en que, con respecto a la agresividad, es probable que las diferencias
biológicas entre géneros sean pequeñas, aunque las fuerzas culturales actúen
para magnificar considerablemente esas diferencias”.
Ahora bien, si en la realidad social y en la vida cotidiana
se manifiesta de modo abierto o encubierto una mayor violencia masculina y en
contra de las mujeres, nos preguntamos ¿qué
podemos hacer frente a una violencia cuyos mecanismos subyacentes
parecieran estar cristalizados tanto en la cultura como en las
mentalidades marcadas por el género?.
Nos encontramos frente a un problema difícil de desarraigar
o erradicar, si no cambiamos las
estructuras socioculturales y sociosimbólicas que sirven de basamento a la
socialización diferencial y a la lógica de género.
¿Qué podemos hacer frente a esta realidad que revela, cómo
el género anudado en primera instancia a la violencia simbólica (en sus
diversas causas, manifestaciones y consecuencias) es un eje en torno al cual se
construyen nuestras identidades de género? y, donde hombres y mujeres solo
alcanzamos a asumir responsabilidades fragmentarias y parciales de nuestras
vidas. Si vamos aclarando la problemática desde sus raíces sociosimbólicas es
posible ir desatando los nudos que nos oprimen y así avistar algunas posibles
salidas que pasan por deshacer el nudo sociosimbólico del género y la
violencia.
Si el proceso de socialización diferencial atado al género
ha contribuido a generar y/o mantener esta realidad social, obviamente
tendríamos que movilizar los espacios de reflexión crítica y cuestionamiento de
las estructuras socioculturales dominantes a las que subyace el poder y remover
desde sus cimientos sociosimbólicos las representaciones cognitivo/afectivas
(mentalizaciones cristalizadas) lo que tiene que pasar por un proceso de
deconstrucción de los paradigmas sexistas de masculinidad y feminidad todavía
vigentes y fundantes de nuestra manera de ser, estar y relacionarnos en el
mundo de la vida, lo que implica ir deshaciendo el nudo del género y la
violencia.
Esto significa una revisión de nuestra “di-visión” del mundo y de nuestra manera de concebirnos a
nosotros/as mismos/as; es decir, arqueologizar a la manera foucaltiana, los
cimientos de nuestras propias cogniciones, “habitus” y hábitos de pensamiento,
esquemas, creencias, valores, expectativas, rasgos, atributos y características
acerca de lo que “debe” o no asignarse, atribuirse, imponerse por el hecho de ser varón o mujer.
Esta revisión desmitificaría un estado de cosas que parecían
absolutas, “naturales”, universales, inherentes, esenciales y ancladas a la
“condición” masculina y femenina; lo cual supone un cuestionamiento profundo y
sin complacencias e impone la necesidad de movilizar verdaderos cambios y
confrontaciones que repercuten en crisis necesarias (como la que actualmente
vivimos hombres y mujeres en nuestras identidades y formas de relación) para
activar las transformaciones también necesarias.
Significa ¡Despertarnos!, deconstruir(nos)
reconstruir(nos), resocializar(nos)..., a partir del hecho de ser personas,
personas con derechos, compromisos, responsabilidades consigo mismo/a, con los otros/as y corresponsabilidades en los diferentes ámbitos de la experiencia
de vida pública y privada.
“...solo cuando se disuelva la determinación del ser por el
género, podrán existir posibilidades para que seamos en primer lugar lo que
siempre deberíamos haber sido si no hubiéramos comenzado a definirnos primero
como hombres o mujeres : simples seres humanos, en toda su grandeza, y en
toda su pobreza” (Mires, l996: 63).
En conclusión, la propuesta que estamos vislumbrando pasa por
una educación ecológica de la vida, una socialización sin ataduras que propicie
la igualdad en la diferencia, una educación hacia la equidad de género y una
cultura para la paz. Proceso difícil y complejo que supone:
·
La promoción e
implementación de una educación no sexista cuya transmisión de valores y
prácticas esté centrada en la persona, por el hecho significativo de ser
persona en equidad de género, en igualdad social y en corresponsabilidad
(Urruzola 1994) consigo mismo/a y con
los/as otros/as como colectivo, una educación orientada hacia el desarrollo de
un sentido de pertenencia, identidad, solidaridad, amor y empatía.
·
Una reflexión crítica
que cuestione y socave los paradigmas tradicionales fijados a la masculinidad y
feminidad, arraigados en las prácticas sociales, en las relaciones entre los
sexos, en la mentalidades y en la cultura y, que solo han dejado
insatisfacciones y frustraciones, limitando
tanto a hombres (restándole posibilidades para desenvolverse en el espacio
doméstico, negándoles el derecho a la ternura, como ha reconocido el autor
colombiano Luis Carlos Restrepo (1997) como
a mujeres (restándole posibilidades para desenvolverse en el espacio
público, negándoles el derecho a vivir y expresarse en todas sus
potencialidades y capacidades).
·
Democratización de
los múltiples espacios e incluso, usar el espacio doméstico como coartada para gestar otras posibilidades de
socialización, deshaciendo los nudos de las simbolizaciones y los patrones de
crianza desde el mismo seno de la familia.
·
Un proceso de
deconstrucción que desmonte el discurso social y la práctica sexista de nuestras propias mentes y de las
instituciones socializadoras, desde la familia hasta el Estado, pasando por la
escuela, medios de comunicación social, ciencia, saberes, leyes y
fundamentalmente, ¿porqué no? desactivar el poder y la racionalidad fundante de
las relaciones de dominación.
·
Movilización nacional
para la instrumentación y aplicación de la Ley sobre la Violencia contra la
Mujer y la Familia (promulgada en septiembre 1998 y vigente desde 1/1/99).
Hasta esta fecha Venezuela era uno de los países de la región andina que no
contaba con un instrumento legal que amparara a la mujer víctima frecuente de
maltrato en el hogar, en los centros de estudio y de trabajo, en los medios de
comunicación, en las instituciones políticas y de seguridad del Estado, de modo
que la violencia ahora al descubierto, con esta ley, se denuncie y salga del
ocultamiento y la impunidad.
·
Repensar/redefinir/reorientar/retransmitir/reorganizar...
los procesos de socialización, orientándolos hacia la vida, la equidad, la
igualdad, la paz y el desarrollo pleno
de las posibilidades y capacidades creativas de los seres humanos.
En fin, afirmamos y respetamos la diferencias, pero nos
reconocemos, como ha dicho Alda Facio (1992) “igualmente diferentes”,
diferentes biológicamente e igualmente capaces, creativas/os, responsables y
personas con derechos.
Aunque no lo percibamos claramente, sentimos que algo
importante y subversivo está pasando en el acontecer de estos tiempos
posmodernos, queramos o no, las mujeres
estamos siendo protagonistas de uno de los movimientos sociohistóricos más
significativos desde hace mucho tiempo, aunque Fernando Mires la incluya en su
libro como “La revolución que nadie soñó, nosotras las mujeres, mientras
tejíamos y destejíamos el manto de Penélope en espera de una revolución que ya
habíamos comenzado a imaginar, sentir y soñar.
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Diarios:
El Vigilante, Frontera y Correo de Los Andes. Mérida 1990 -2000.
Revista
Otras Miradas
Facultad de Humanidades y Educación Universidad de Los Andes |
[1] Este artículo constituye un avance del
Proyecto de Investigación titulado Violencia de Género en la Región Andina y que
cuenta con el apoyo financiero del CDCHT, código H-572-99.
[2] A fin de avanzar en el análisis de la complejidad de ambas
categorías, es importante distinguir los términos del par sexo / género cuya
evolución conceptual explicativa se ha identificado y confundido en las
diferentes corrientes teóricas.
[3] Los datos que a continuación se
presentan fueron extraídos de la prensa regional (Frontera, Correo de Los
Andes y Vigilante). El arqueo
hemerográfico fue realizado por las estudiantes
de Educación mención preescolar de los Semestre A-97 y B-97 y fue procesado por
las bachilleres Nahir Monsalve,
Josefina Alarcón, (tesistas), Nohelia
Araque, Emilia Ramos y Elis Andrade bajo la coordinación de Carmen
Teresa García.