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La Tierra de los Chachíes por Manuel Andara Olívar   El Valle de Chachique por Manuel Andara Olívar   Mito del  Maíz de Manuel Andara Olívar   Mito del Origen de los Chachíes por Manuel Andara Olívar   Otra Creación Chachí por Manuel Andara Olívar   Las Palabras Chachíes de Amílcar Fonseca por Manuel Andara Olívar   Un Recuerdo Oportuno por Manuel Andara Olívar   José Ignacio González, Diputado de a Dignidad por Manuel Andara Olívar   Por la Gran Colombia por Manuel Andara Olívar   Las Guerras Trujillanas  Manuel Andara Olívar   Los Cuentos de Fogón; Aceras y Plazas Manuel Andara Olívar   Anécdota de José Emigdio González por Mario Briceño-Iragorry     Anécdota de los Caudillos Rafael González Pacheco y Leopoldo Baptista por Mario Briceño-Iragorry    El Entierro por Máximo Paredes     Un Susto por Máximo Paredes     Cuento entre Amigos por Máximo Paredes  

 

La Tierra de los Chachíes por Manuel Andara Olívar

Desde los tiempos más remotos el hábitat de nuestros primitivos chachíes debió haber sido el valle de las Rosas, ubicado al sureste de Santiago. Se halla este valle atravesado por la quebrada del mismo nombre, en una longitud de siete kilómetros, aproximadamente. Luego, en un punto más bajo, en el sitio El Guayabal, se encuentra con el valle de Chachique. Remontando hacia el sur, se da con el valle de Cabimbú, el cual, antes de la venida de los españoles estuvo habitado por los Estiguates.  Martín Fernández de Quiñones, primer encomendero de Santiago, expulsó a estos indios del sitio que ocupaban hacia un lugar más al sur. De este último asiento de indios tomó el nombre Estiguates. Hacia el noreste y surcado por las aguas de la quebrada Peña Blanca, se extiende el valle de Estivandá en longitud de dos kilómetros a 1.050 metros sobre el nivel del mar. En este valle tiene su asiento la población de Santiago.

 

El Valle de Chachique de Manuel Andara Olívar

Comienza el de Chachique por una franja angosta de terreno, en el punto denominado “Pan de Azúcar”... llamada antiguamente Bichachí, lo separa del valle de Cajuí, en su punto más al norte.

La parte más alta del valle es el sitio de Chachú, lugar en donde estuvo asentada la población de Santiago, en el año 1641.

Este valle se encuentra protegido en toda su extensión occidental, por una cordillera rasa y de poco monte, verdadera muralla natural que comienza a tomar altura en el inicio del valle, en la cumbre del alto de la Plata, hasta lograr su mayor elevación de 1.700 en la cima de Isnarún. Hacia el sur se elevan las montañas de Cuencas, murallas de exuberante vegetación por cuyas quiebras zigzaguean las aguas de la quebrada de Las Rosas hasta encontrarse con la quebrada de Cuencas, después de haber formado, ésta última la cascada de Chorro Blanco, hermoso salto de unos ochenta metros de altura.

 

Mito del  Maíz por Manuel Andara Olívar

Cultivaban el maíz, su mejor y más preciado alimento. Hacían extensas siembras de esta planta, la cual utilizaban de muy diversos modos. Las tribus de esta región celebraban una fiesta que llamaban del maíz. En las noches de luna llena, durante el transcurso del verano que corresponde a los meses de junio y julio, la tribu abandonaba sus bohíos al filo de la media noche, para presenciar, o mejor aún, escuchar la voz de la planta que daba la vida. Cuando la luna se hallaba en la mitad del cielo, se colocaba toda la tribu frente a la selva de gruesos tallos y anchas hojas de las sementeras, mientras en el silencio inmenso del valle, la brisa les traía a sus oídos misteriosos susurros que decían emanaban de las plantaciones, los cuales escuchaban atentos para interpretar el mensaje del rey de la vida. En cada planta de este grano ellos veían algo de su propio ser: en las hojas, sus brazos; en el tallo, sus piernas; en el grano, sus dientes y sus huesos; y, del cabello del maíz decían salía el pelo del hombre. El maíz era pues para el Chachí, además de su imagen, signo de vida para la tribu.

Días más tarde, cuando asomaban en el barbecho las primeras mazorcas, celebraban unas fiestas que duraban nueve días, las cuales representaban los nueve meses de gestación del hombre en el vientre de la mujer. A estas fiestas concurrían nueve tribus vecinas, descendientes todas ellas de un mismo tronco común, del primitivo Tirandá o Chachí; tales eran los Estiguates, Marajabúes, Estivandáes, Cajuíes, Curandáes, Isnarunes, Chobúes, Escacoyes y Curupúes. La fiesta comenzaba en una noche de plenilunio, cuando la luna asomaba en el Oriente del valle, y terminaba al día siguiente, cuando el sol subía en el cielo hasta el mismo punto en donde la noche anterior había salido la luna. Cada tribu tenía sus propias danzas; mientras las realizaban, las mujeres se sumían en cadenciosos movimientos y los hombres saltaban en forma brusca y violenta, al son de las guaruras y flautas de carruzo, mientras la noche chachiquera se estremecía de gritos y estertores. Cuando alguien de la tribu moría, le practican exequias, también por nueve días. Es en estos ritos practicados por nuestros chachíes donde parece haber tenido origen la tradición del novenario que se les hace a los difuntos.

 

Mito del Origen de los Chachíes por Manuel Andara Olívar

Las quince tribus originarias del valle de Chachique, descienden de Chachí, que quiere decir la chopa, pájaro hembra; y de Chachique, la chopa macho; los cuales, según una leyenda de los Chachíes, nacieron de las piedras que arrojó el sol a la tierra, cuando el mundo era todo sombra.

Dispuso el sol en aquel tiempo, para poblar el mundo que, en el amanecer de cada día, el primer pájaro que se posara sobre una de las grandes piedras que se hallan esparcidas por la falda de la montaña nombrada Mitisús, situada al Sur de Chachique, para anunciar con su canto la luz primera del primer día del mundo, tuviera este canto la virtud de hacer resucitar a los seres petrificados que el sol había dejado allí.

Así pues, en el alba de aquel primer día, cuando el sol brilló en el cielo, llegó volando un gavilán y se posó sobre una de aquellas piedra; luego miró la luz y maravillado lanzó al espacio su chillido característico: "Kuchijuiii". Entonces de inmediato se incorporó Chachí, la primera mujer, hija de] sol. Por tal suceso, Kuchi, que quiere decir el día, fue el primer sonido, precursor de la música y de la luz, pregonado por el canto del gavilán que se estrenó en el mundo......

En el amanecer del día segundo, el ave que se posó sobre la segunda piedra cantó: "Chuach chuach chuach cha chi". Era este pájaro cantor la arisca chopa de los montes...  Entonces se incorporó Chachique, el primer hombre que aparecía sobre la faz de la tierra, hijo del sol. Y, así, en cada nuevo día fueron volando nuevos pájaros para dar nombre a las cosas y a los animales y para hacer que de las piedras encantadas por el Sol, fue­ran tomando vida nuevos seres.

En los días sucesivos, el perico con su “Krik Krik Krik Krik"; el chicuaco con su "Chikuakuo”; el garrapatero con su "Ki che chuii”; el cucarachero con su "Chui chui chuí chui"; la paraulata con su "Chui chui chui chui warre chui"; el azulejo con su Chui ja chu ili ja chu ili ja"; la tortolita con su Buhu buhu buhu levantaron cada uno con sus cantos nuevos seres, conforme lo estrenaron sus propios nombres en el aire del mundo y había ordenado el Astro Rey.

Y, cuando en el anochecer sin luna, bajo un cielo límpido, la lechuza primera rasgó el aire del cosmos con el "Utceucheucheu de su primer chillido, dio con este el nombre a las estrellas: 'Cheu', quiere decir estrella. Chuk en el idioma de los Chuchíes, que es el mismo de los Timotes y Cuicas, quiere decir trabajar; Kak indio y Ao comer. Cuando la lechuza prosiguió su canto y chilló de nuevo: "Chuk Kakao", condenó el indio a trabajar para comer. . . . . . " Desde entonces trabaja de sol a sol ......

Pero el Astro Rey que había destinado el, último día para descansar, se quedó dormido, entre las rosadas nubes de la aurora, rendido por el cansancio, circunstancia que aprovechó el espíritu del mal para sembrar el dolor y la desolación sobre la tierra. El mal espíritu voló en forma de zamuro sobre la primera carroña y, graznando su fatídico "Kus kus", impuso la muerte y el luto sobre el universo. Fue tan ingrato el vuelo del primer zamuro y el "Kus kus" de su mensaje tan agorero, que de esta palabra el hombre derivó el verbo enfermarse.

 

Otra Creación Chachí por Manuel Andara Olívar

Una leyenda de los Estiguates cuenta que: Cuando la luna vivía en "Nakota Nareupa", el palacio del sol, que era todo de oro, llamó ésta al sol y le dijo:

‑Yo gobernaré la tierra durante la noche; mientras tu preparas el fuego para calentarla durante el día. El sol, iracundo y despidiendo fuego por los ojos, sostenía que él gobernaría durante el día, mientras ella se ocuparía de hilar su copo de plata, por las noches.

Pero, en las entrañas de la tierra reinaba el espíritu del Mal, llamado Keuña, el diablo; quien alegaba que Nakota Nareupa, o la casa del sol, le pertenecía por hallarse asentada en sus dominios.

Y así, un día cualquiera, sin que la imponente belleza de aquel palacio lo detuviera, lo derribó.

Después de que Keuña, el mal espíritu, hubo removido las rocas, una de ellas rodó por la pendiente de la montaña, hacia el Naciente y de esta piedra ‑nació Musí, el primer hombre. La otra rodó por el lado del Poniente, y de ella nació Mitisús, la primera mujer.

Un día, vagando ambos sin rumbo por los bosques, se encontraron y se juntaron. La tribu que de ellos‑nació, creció, se multiplicó y se escindió. Unos tomaran el camino del Sur, fueron los Estiguates, establecidos al principio ‑en el valle de Cabimbú y arrojados después por los conquistadores hacia otro sitio, el que más tarde tomó su nombre. Los otros se desplazaron hacia el Norte y se fijaron en el valle de Chachique. Mitisús, la hija de la luna, iba a la cabeza, de ella nacieron los Chachíes. Musí, el primer hombre; Mitisús, la primera mujer, ambos nacieron de, las piedras que arrojó el sol a la tierra.

 

Las Palabras Chachíes de Amílcar Fonseca por Manuel Andara Olívar

Entre las voces rescatadas del olvido, se hallan entre otras las siguientes: ”Estiguates”, palabra que en el dialecto de nuestros antepasados quiere decir los tíos; "Kashik" las hermanas; '”Cuykas" los hermanos; "Tit man" las madres, etc.

 

Un Recuerdo Oportuno por Manuel Andara Olívar

Entraron. Don Joseph tomó asiento y dictó a su ‑ amanuense un auto. En la sala, además del Teniente de Gobernador, se hallaba su comitiva y el cabildo indígena. Los indios, silenciosos, se agruparon frente a la puerta de la alcaldía.

Cuando don Joseph preguntó al cabildo si tenía algo que objetar a lo acordado en la audiencia anterior, el cacique don Vicente Blanco, no acostumbrado a aquellos actos solemnes, hizo un visible esfuerzo para que su voz no le temblara como le temblaban en aquel momento las manos y las piernas.

El negro Pedro Ignacio, para darle ánimo a su amigo, repetía en la calle la historia que todos conocían, en voz alta, para que Vicente la oyera y cobrase ánimo.

‑Este es biznieto del cacique don Ignacio Blanco ‑enfatizaba, a tiempo que señalaba con el dedo a Vicente‑ aquél a quién no lograron asustar ni los piratas.

‑Era notorio en el pueblo y en toda la doctrina de Santiago ‑proseguía‑ cómo en el año de 1678, cuando saqueó e incendió a Trujillo el pirata francés Gramont, como éste se enterara en la ciudad de que las monjas del convento Regina Angelorum habían huido con los caudales, hacia la Nueva Granada, por el camino de Carmona, envió en persecución de aquéllas a uno de sus mejores capitanes. Las monjas, en su huída, habían pedido auxilio a los indios que habitaban en el pueblo de Chachú  para que las acompañaran hasta la frontera con el Reino. Don Ignacio Blanco, uno de los caciques de la encomienda de don Jerónimo Sanz de Graterol, acompañó a las religiosas con un grupo de sus mejores hombres, entre los cuales iba Juan Caymito, indio fugitivo, quien a veces se presentaba sorpresivamente al poblado, personaje éste de quien los indios aseguraban que se convertía en piedra, en toro o en árbol, cuando de ello necesitaba. A buen paso marchaban las religiosas en compañía de los indios de Chachú para poner a salvo sus vidas, cuando vieron ascender por el camino, a una escasa media legua de distancia, a tres hombres armados de arcabuces y espadas. Los forasteros, que eran  gentes de Gramont, acometieron con bravura a las fugitivas y a sus protectores y cuando ya el capitán, que adelante marchaba, iba a poner mano sobre una de las monjitas aterrorizadas, el cacique don Ignacio Blanco le atravesó el corazón de un flechazo, mientras Juan Caymito, daba buena cuenta de los otros dos bandidos. Quedaron allí, sobre el camino, el cual por este suceso se la llama Cuesta del Judío, los cadáveres del capitán francés y sus dos compañeros, cuyas almas, en pena por los muchos delitos cometidos, hacen ladrar los perros por las ‑noches, Cuando el negro Pedro Ignacio, con premeditada intención, terminaba de contar la hazaña del viejo cacique, el amanuense de don Joseph terminaba también en aquél instante de asentar la última palabra dictada por el Teniente de Gobernador, y don Vicente, reconfortado por el recuerdo heroico del viejo bisabuelo, dominó sus nervios y luego de haber hablado acerca de la procedencia de aquéllas tierras, consignó los papeles que acreditaban la propiedad de las mismas, a favor de la comunidad indígena de Santiago, que él representaba.

Así fué como la india Narcisa nunca fue echada de sus tierras, ni los colindantes con las propiedades de doña Juana Paula Briceño, perturbados.

Los indios habían defendido por segunda vez la tierra que los sustentaba.

 

José Ignacio González, Diputado de a Dignidad por Manuel Andara Olívar

Por el mes de junio de 1811, el Padre don Juan Francisco de la Estrella, cura doctrinero de Santiago para aquella época, fue comisionado por el Justicia Mayor del pueblo, para practicar en compañía de dos civiles el Censo de Electores ‑en la jurisdicción; a este fin debía de trasladarse en compañía de los nombrados a cada una de las comarcas de la Doctrina.

Un año, o más, se había perdido en la provincia de Trujillo para trabajar en obsequio de la independencia. En todo el tiempo transcurrido desde abril de 1810, hasta octubre del mismo año, el cabildo trujillano, entonces en manos de un grupo de hacendados exportadores de frutos, de comerciantes importadores de artículos del puerto de Maracaibo, y de curas realistas, partidarios de la dominación de España, en lugar de trabajar en apoyo de la revolución de abril, impidió por el contrario, el pronunciamiento en favor de esta; y, luego de instalada la Junta Superior en octubre, continuó esta Junta la misma política usada por el cabildo, como que algunos munícipes continuaron formando parte de aquélla, esgrimiendo una táctica adversa al movimiento, hasta el propio día en que fue disuelta.

Tocábale a los patriotas trujillanos recuperar el tiempo perdido, a objeto de lograr dentro del más corto lapso lo que había omitido la primera Junta, en todo el tiempo de seis meses, sospechosamente.

No obstante los obstáculos señalados, los pueblos se hallaban preparados para las elecciones. Afortunadamente para la buena marcha del proceso electoral en la Doctrina de Santiago, se hallaba en ésta de cura doctrinero, el Padre Juan Francisco de la Estrella, hombre de ideas liberales, español, proclive a la causa republicana ‑polo opuesto de los curas Tadeo Montilla y Felipe Rosario, criollos, quienes se hallaban en el bando enemigo. En cambio el doctrinero, en contacto diario con la miseria de los indios y con la explotación de los esclavos, muy pronto entendió que la revolución no se había hecho para los reyes, sino para los vasallos. Y, lleno de entusiasmo por la independencia, en un lapso menor del calculado, cumplió a cabalidad con la tarea que el Justicia Mayor de la localidad le había puesto en sus manos.

Llegado que fue el 25 de julio, día del Apóstol Santiago, se hizo el ‑escrutinio en la plaza, en homenaje al santo y a la patria, públicamente, en presencia del Justicia Mayor, del Padre Juan Francisco de la Estrella y de cinco personas respetables. Como era día de fiesta, el pueblo se preparaba para el paseo de la bandera. El Estandarte de la antigua cofradía de Santiago, con el santo a caballo, espada en mano, era agitado por el viento y tremolaba en lo alto del mástil que el cacique Vicente Blanco sostenía entre las manos.

El Padre de la Estrella, bajo la sombra de la bandera del santo, proclamó, después de leer los resultados electorales, diputado por el pueblo de Santiago, a José Ignacio González, en medio del júbilo de los indios, esclavos y notables de la localidad.

La voz de las campanas se elevó por el aire como los pájaros se confundió con el estruendo de los trabucazos que los indios disparaban en la plaza en donde el pueblo celebraba en aquél 25 de julio de 1811, su primera fiesta de República.

Apenas si se había instalado en Trujillo el primer Congreso de la Provincia, por el mes de agosto de este mismo año de 1811, cuando ya los enemigos del nuevo estado de cosas tramaban serias revueltas contra el gobierno y las autoridades constituidas.

Por el mes de abril de este mismo año de 1812, se hallaba Trujillo amenazado por las tropas de Coro, como consecuencia de las gestiones que el Padre Tadeo Montilla, cura de Santana y Siquisay, hizo ante Monteverde al pasar personalmente a Carora a pedir auxilio para acometer a Trujillo, el cual logró. Y luego de haber alzado el puñal contra sus hermanos y contra su tierra, vino de Capellán en la tropa de Geraldino, y continuó en la expedición como tal Capellán, sin la menor señal de sonrojo.

Por esta época, cuando la traición se señoreaba de la provincia trujillana y la revolución se perdía, salieron rumbo a Mérida, en busca de hombres y de armas para salvar la República, Francisco Javier Briceño y los hermanos José Ignacio, Felipe y Bonifacio González.

La helada niebla de los páramos y el cierzo de los ventisqueros los acompañaban en la larga y peligrosa jornada. Iban todos empapados sobre sus cabalgaduras, detrás marchaba la peonada de Chachique con las mulas de Bonifacio. Llevaban aquéllos hombres sobre las recuas, además del bastimento necesario para tres días de camino, todo el producto del valor de las cosechas de sus haciendas, mitad para costear los gastos que les ocasionara el transporte de voluntarios para la guerra y el resto como auxilios para los victimados del terremoto del 26 de marzo en Mérida.

El pueblo merideño puso en manos de los representantes del pueblo hermano de Trujillo, para la defensa de la patria, dos cañones pedreros, fabricados por el Canónigo Uzcátegui Dávila y cincuenta fusiles con sus pertrechos.

Pero la causa de los trujillanos corría la misma suerte de la causa de la República. Días después, Manuel Geraldino, Comandante de la División de las tropas de Coro entró en compañía de los caracheros a la ciudad, cometió atropellos y vejaciones, tomó nueve piezas de artillería a los vencidos, fusiles y pertrechos, e hizo presos a muchos sujetos cabezas de la Junta, los cuales fueron remitidos a Puerto Rico y a otras partes.

A José Ignacio González, el hombre que "había puesto su fortuna, persona e influencias al servicio de la causa que juzgó buena", lo apresó el Justicia Mayor de San Jacinto, Francisco Velasco, el 20 de agosto de 1812.

Día tras día fueron cayendo presos los hermanos González. Después de José Ignacio, Bonifacio, más tarde Felipe, y por último Lorenzo. Manuel Geraldino, "El Terremoto de Trujillo", que así lo llamaban por su crueldad, removió cielo y tierra para hallar en sus escondites a los revolucionarios trujillanos. A todos les siguió juicio por infidencia. Ni uno solo de los hermanos González escapó a la ira del Comandante. Este los remitió presos a Maracaibo y el Asesor Anca les embargó todos sus bienes.

A José Ignacio se le acusó de haber reunido en compañía de Pedro Vicente Briceño, cien hombres entre los vecinos de Santiago y San Lázaro para remitirlos a los Gobernadores de Trujillo; de haber ido con sus hermanos y Francisco Javier Briceño a Mérida, a traer cincuenta fusiles y dos pedreros; de haber firmado y jurado la Constitución trujillana como Elector Representante por el pueblo de Santiago, y de haber ocultado en sus haciendas de Chachique, a Jacobo Antonio Roth, junto con un cargamento de armas y pertrechos.

Estos jóvenes González, caballeros de la integridad, exegetas calificados del movimiento de independencia, pusieron al servicio de la libertad, sus bienes y sus vidas. Desde los pontones del castillo donde se hallaban prisioneros, recusaron al Teniente de San Jacinto, Francisco Velasco y al Comandante de Trujillo, Pedro Fernández, por odiosos y sospechosos.

No pudo evitar José Ignacio que sus enemigos, que lo eran también de la independencia, declarasen en su contra. Unos, por odios personales; y otros, por congraciarse con los nuevos gobernantes, dijeron saber de sus actividades revolucionarias en los pueblos de Santiago, San Jacinto, La Quebrada, Isnotú, Jajó y en las ciudades de Mérida y Trujillo.

 

Por la Gran Colombia por Manuel Andara Olívar

Cuando el 13 de enero de 1830, luego de tenerse noticia de la separación definitiva de Venezuela de la Gran Colombia, el pueblo de Santiago reaccionó en contra de aquélla medida. Privó para no estar de acuerdo con los pronunciamientos separatistas, dados en la región de Trujillo por Boconó y Carache, muy seguramente aquél sedimento acumulado durante los años de su formación, en el que afloraban los sentimientos y actitudes de sus fundadores y primeros pobladores. Estaba allí grabado en el légamo que forma la tradición y modela el alma de un conglomerado, los caracteres idiosincrásicos de Juan Caymito, personaje casi mítico del Santiago de 1682, de aguda malicia, jefe de fugitivos, y poco inclinado al sometimiento; el espíritu de solidaridad de Pablo Cabrero, el hombre que compartía la leche de sus cabras y ayudaba can su trabajo físico al grupo de indios refugiados en las montañas por rebeldía contra los encomenderos; la abnegación del Padre don Joseph de Olivares ;el patriotismo de don José Ignacio González; el amor a su tierra del cacique Vicente Blanco; y el sueño de libertad de Pedro Ignacio, el negro guineo que se murió soñando con su Africa. Sin estos ‑antecedentes, el comandante Pedro Alcántara Valencia no hubiera podido lograr asidero para su cometido de respaldo a la obra del Libertador entre los moradores del pueblo, para poner en pié y sobre las armas a un grupo de milicianos con el elevado propósito de impedir se produjera la separación de la Gran Colombia, fomentada por Páez y secundada por el grupo de caudillos de la independencia.

Para el 18 de abril de ese mismo año la suerte de Venezuela estaba definitivamente echada. La oligarquía del país se había agrupado alrededor del caudillo llanero y, en las ciudades de Trujillo, Boconó y Carache, los hombres de abolengo, de sonoros apellidos ilustres habían constituido juntas para respaldar los propósitos separatistas. Los pueblos trujillanos se desbordaban entonces, arreados como rebaños por los generales de la independencia, al grito de "Separación y Libertad", lema del General Santiago Mariño, quien en aquéllos días iba camino del Táchira, por las trochas de Boconó, con el propósito de enfrentarse a las tropas grancolombianas, desplegadas en la frontera, al mando del Mariscal Antonio José de Sucre.

Gentes anónimas de Santiago: los Juanes Garcías o Pedros Pérez del lugar, obscuros y sin nombres, se agruparon solidarizándose con Alcántara para salir en defensa de las ideas de El Libertador, moribundo ya en Santa Marta. Se alistaban con lo único que podían llevar a la guerra: Su hambre, su pellejo y sus huesos.

La hazaña del Comandante Pedro Alcántara Valencia fue breve. Apenas treinta días logró mantenerse con sus ciento cincuenta milicianos sobre las armas. Durante este corto tiempo se hizo fuerte en las poblaciones de Santiago y San Lázaro. Su grito de guerra fue la reincorporación a la Gran Colombia.

Juan García y Pedro Pérez, a los dieciocho años cumplidos no habían conocido a sus padres. Estos se habían marchado con el General Bolívar el año de 1813, a la guerra. Juan García y Pedro Pérez tenían sueños y esperanzas. Habían nacido en hambre y crecido en ella. Cuando el Comandante Alcántara Valencia les dijo que había que luchar porque Bolívar regresara, los dos muchachos, jugando a milicianos se acordaron de sus padres y se marcharon con el Comandante, cantando y soñando por el camino, con la ‑esperanza de encontrar a sus padres héroes y al Libertador en Trujillo.

El Coronel Miguel Vicente Cegarra, Jefe Militar de la Provincia de Trujillo, decidió no atacar a Alcántara, para obligarlo a tomar una decisión.

Fue así, brevemente, casi sin pensarlo, por lo que Alcántara decidió marchar sobre la capital provincial. Y una mañana de mediados del mes de mayo de 1830, el fuego de los hombres del Comandante Pedro Alcántara Valencia, atronó con sus disparos las calles de la vieja ciudad. Cegarra les había tendido una trampa. Inútil fue el sacrificio. Pero grande e imperecedera la lección.

 

Las Guerras Trujillanas  Manuel Andara Olívar

La guerra llegaba a todos los pueblos trujillanos con una regularidad sorprendente. Por entregas: can etiquetas diversas: “La Guerra de los Cinco Años", "La Revolución Amarilla", "La Revolución Azul”, etc. Llegaba bajo nombres ingenuos y hasta románticos. Sin embargo todas eran la misma cosa; todas traían destrucción y muerte. Lo único que las diferenciaba a unas de otras, era la época en que ellas ocurrían. A lo largo de los caminos polvorientos, en cada aldea gris y silenciosa, no se oyó durante muchos años, en boca de las gentes de los pueblos, sino quejas y lamentos lanzados como protesta, burla o sutil ironía reveladora de la tragedia por la que atravesó nuestra región. Una copla de la época decía así:

Los machetes de los godos

siempre los tienen en vilo;

cortan que cortan cabezas

y nunca pierden el filo.

Estas estrofas las recitaban las gentes sencillas entre un tiritar de dientes, el cual era terror y risa al mismo tiempo.

Cuando se alzaban los Baptistas y los Araujos en Jajó, la cosa era realmente seria. El soldado raso era quien pagaba la furia de las acometidas. Los que no estaban con los ponchos, temblaban, y para salvar sus vidas tenían que coger las de Villa Diego o darle el frente a las balas. Pero cuando el viento soplaba a favor de los "lagartijos", el cuadro cambiaba y, los versos también. Entonces estos últimos amanecían riéndose en las esquinas y a voz en cuello, para que oyeran los godos, canturreaban:

Los godos están temblando,

ocultos en los zarzales;

porque a Trujillo llegaron

las tropas de los Gónzález.

 

Los Cuentos de Fogón; Aceras y Plazas de Manuel Andara Olívar

Los muchachos del pueblo se liberaban de las faldas de las abuelas, o se perdían una noche de las historias de brujas que las mujeres del servicio contaban, a la luz de la luna, sentadas sobre las aceras. La obscuridad era propicia para los cuentos de la Llorona, el Silbón, el Hachero y la Mula Maneada. En cam­bio, la claridad lunar excitaba la imaginación de los narradores. Los cuentos de espantos ponían la carne de gallina, mientras que los episodios de guerra, despertaban el ánimo y daban osadía y arrojo a los oyentes. Por eso los jóvenes que va frisaban los die­ciséis años, preferían los cuentos de los hombres bragados, antes que los de las abuelas y sirvientas, y se marchaban a la plaza. Allí formaban corrillos en torno de la Rueda, ‑antigua represa del primitivo acueducto, entonces ya para esta época de fines del 1800, rellena de tierra hasta los bordes y en cuyo centro se elevaba un río, redondo y frondoso, en donde los murciélagos chillaban por las noches y se comían las semillas‑, para oír los cuentos de la última guerra llamada de la Revolución Restauradora.

La guerra, a pesar de sus huellas, era algo que se consideraba lejana, asunto del pasado. Simplemente cuentos, narrados por alguien que había conocido sus estragos y que tenía las marcas de algunas balas alojadas en su pellejo.

‑Ustedes no supieron lo que fue eso‑ ‑decía el narrador con cierto aire de jactancia; y menos mal ‑continuaba‑ porque para esas cosas hay que tener los pantalones bien fajados para que no se le suban a la garganta cuando comienza el plomeo.

Los muchachos, boquiabiertos, escuchaban las narraciones referentes a los guerreros y pensaban para sus adentros, muchos de ellos, cómo, después de haber venido de la guerra, seguían aquéllos hombres valientes arreando mulas y burros; y, los más afortunados, de peones del Doctor González Pacheco, o de espalderos del general Víctor. Y no era por cobardía ‑comentaban aparte unos con otros‑ porque el soldado santiagueño nunca conoció el miedo. Y, porque además, ‑ellos lo habían observado‑, los que regresaban de la guerra traían las heridas en el pecho o en la barriga; pero nunca en las nalgas ni en los talones, como prueba de que los herían corriendo. Y era que los hombres de Santiago se marchaban a la guerra, todos, muchachos y viejos, sencillamente contentos, como si fueran para una misa o para la casa de algún compadre.

Ahora, en el corrillo nocturno, alrededor de la Rueda, aquellos hombres que habían vivido más cerca de la muerte que de la vida, narraban sus hazañas. Pero entre todos los narradores ninguno, como José María Segovia, valiente y feo y a quien por esto último llamaban el Chino Bonito. Pero José María, feo y con los ojillos achinados, acaparaba la atención de les oyentes por el calor que ponía en revivir aquéllas acciones en las cuales él había tomado parte muy principal, aunque hubiera sido, como él mismo lo decía, un descamisado, pata en el suelo.

Cuando los godos en 1898 ‑comenzaba ‑estaban por tumbar al General Espíritu Santos Morales y al Doctor González  Pacheco, en tiempos de Crespo. Porque los godos no podían ver a los liberales. Continuaron bajo el gobierno de Andrade, jurungándole la paciencia al liberalismo. El día de la llegada de Cipriano Castro (El Cabito) con su ejército a Tovar, González Pacheco, que iba en contra, le puso las primeras guerrillas al salir de Tovar, comandadas por sus oficiales General Pepe Garbi, un italiano de quien yo escuchaba decir que dizque era Garibaldino, aunque yo no sé bien que quieren decir can esa vaina, Manuel de Jesús González, Francisco González, Santiago y Gustavo Torres, Rosalino Dávila, natural de ‑este pueblo, quien mandaba una guerrilla, abrió los fuegos quemando los proyectiles de su cartuchera. A poco, como habían sido heridos ya muchos hombres, pidió a su ayudante más gente y así hasta que gastó en el combate siete guerrillas. En aquél momento Castro se dio cuenta y observó que habían disminuido los fuegos.

En la mañana ‑proseguía Segovia‑ nuestro Estado Mayor mandó un soldado a observar el ejército castrista y aquél se deja tomar prisionero. El soldado se les puso a la orden. Lo "confesaron", pero sólo les dio los datos que le miraba cuenta. El soldado prisionero se llamaba Nicolás González Rivero, hijo también de este pueblo, descendiente de esclavos, cuyos padres eran Evangelista González y Concepción Rivero, familiares del General Natividad Santana, también de aquí. A Nicolás lo dejaron enrolado en las filas contrarias hasta que pudo desertar.

Castro revistaba su ejército y le da orden de tomar por asalto la ciudad, a machete limpio, para desahogar un poco la calentera que se había cogío por la indecisión del General José María Méndez, quien había pasado presuroso por Tovar, preocupado con la sola presencia del Doctor González Pacheco, el día anterior. Ahí fue cuando Rosalino Dávila vio caer a Baldomero López de un‑machetazo y a Vicente López su hermano, santiagueños ambos, heridos y a otros que no recuerdo sus nombres. En ese momento voltió el soldado Nicolás y vio que estaba cercado de enemigos, y a filo de machete hizo su retirada. El General José Garbi, Pepito como le decíamos, dio orden de enterrar los muertos caídos en el combate, en un llano que era potrero, frente a Tovar. Allí quedaron enterrados, tendidos patas arriba muchos de este pueblo y los que quedaron vivos, iban chorreando la sangre, calle arriba, igual que una mata de cambure cuando le cortan el racimo.

Como a la media hora, el oficial me mandó con un pote gacero a traerles agua para tomar, a una quebrada que corre dentro de una hacienda, cerca de allí. Yo les dejé el pote ‑decía Chino Bonito‑ en la orilla del agua, y pensé: ....Esta es la hora de salvarme... Cojí la hacienda y me oculté en una casa. Por eso estoy echando el cuento…, si señor ...

Al día siguiente, habiendo organizado gente del pueblo de Tovar y de los campos, Castro siguió su marcha, a altas horas de la madrugada. Luego pasaron Fernández y Montilla detrás de Castro. Me estuve un mes en la casa de un señor llamado Tobías y me regalaron una camisa y unos calzones. Después me vine, y el dueño de la casa, Tobías, no me dejaba venir. Que lo acompañara, ‑me decía‑ mientras había paz en la República. Cuando tuve unos churupitos me despedí del Señor. Le di las gracias y le dije que cuando calmaran las cosas volvía. Pero no volví. Y todavía me da como pena con el Señor...

 

Anécdota de José Emigdio González oída y escrita por Mario Briceño-Iragorry de un deudo del caudillo Dr. Juan Nepomuceno Urdaneta:

Por 1859 era Gobernador de Trujillo nuestro célebre personaje. Cierta mañana amaneció la ciudad casi empapelada con una hoja en que se denunciaban tropelías y robos imputados al doctor González. Los que madrugaron con la noticia esperaron durante el día la violenta reacción del gobernante, puesto que en la ciudad se sospechaba quiénes fueran los hombres del ataque. En el día no salió de su casa de la calle Abajo el temido gobernante. A la tarde se hizo enjaezar su fina mula, y como era costumbre en Trujillo, salió solo a dar su habitual paseo por la ciudad. Pero, mientras el doctor González subía y bajaba las tediosas calles de Trujillo, varios agentes de policía se ocupaban en repartir un boletín Oficial, que reproducía la hoja mañanera, ahora con agudo estrambote, que decía: “Reprodúzcase de orden del señor Gobernador de la Provincia, El Secretario de Gobierno”.

 

Anécdota de los Caudillos Rafael González Pacheco y Leopoldo Baptista referida por Mario Briceño Iragorry.

HIJOS DE VIEJOS AMIGOS, estuvieron permanentemente distanciados en política, pero siempre cultivaron la amistad personal los doctores y generales Leopoldo Baptista y Rafael González Pacheco. Antes de 1863, sus padres, el General José Manuel Baptista y el doctor José Emigdio González, militaron bajo las mismas banderas. El divorcio que creó las opuestas banderías ocurrió el año del triunfo del federalismo. Baptista y Araujo entraron a representar el conservadurismo, los González la tendencia liberal; pero en el fondo, los unos no eran más conservadores, ni eran más liberales los otros. Apenas un ligero tinte de anticlericalismo y quizá una leve Llaneza popular acreditaba a la gente llamada liberal. Esto no impedía para que los jerarcas llamados conservadores tomasen muy en poco el propio contenido de los programas, puesto que por 1886 la gente de Araujo y de Baptista se llamaba Partido liberal guzmancista araujista.  Un galima­tías para que lo entendiese el Diablo. No valía, tampoco, como elemento para el encuadramiento partidista, los orígenes fa­miliares de los hombres. De haber sido así, hubieran tenido sitio puntero en la colectividad conservadora los valientes generales Paredes Pimentel, vinculados a las empingorotadas estirpes de los Paredes, Fernández Peña, Valcarce Pimentel y Roth Briceño. Aun cuando se realizó la invasión del Estado por las fuerzas continuistas, los Paredes Pimentel estuvieron contra el gran caudillo liberal Joaquín Crespo, en cambio, sostenido en Trujillo por los Baptistas. En el fondo, como he dicho, era más lucha de hombres y de intereses grupales que pugna principista lo que dividía a nuestros partidos locales. Sus hombres eran personalmente amigos y compartían la sal y el vino sobre los manteles de la cordialidad. Mi padre, anticontinuista, no fué hecho preso en la Mocotí, porque el General Pedro Paredes Pimentel le franqueó los medios de trasladarse a Valera. Ocurrida la toma de Trujillo el 20 de septiembre de 1899, el doctor y General Rafael González Pacheco, jefe de la situación, se acercó al Padre Carrillo, donde estaba oculto don Benigno Araujo, para hacerle saber que huyera esa noche de la ciudad, pues lo podían buscar sus oficiales. Amigos eran todos, que luchaban a ley de gallardía.

Flor de ambos bandos fueron los doctores González Pacheco y Baptista. Hasta el porte garrido les ayudaba para ganar imponencia y simpatías. Hijos de la Universidad, no olvidaron las letras, y cuando fueron a pelear sobre el campo de batalla, miraron la guerra, al igual que los condottieri del Renacimiento, como una verdadera obra de arte. Ambos representaban a fines del siglo XIX, el verdadero caudillismo trujillano. Sus figuras prestantes se levantaban sobre el cuadro de oficiales aguerridos y de plumarios ilustres, como auténticos dueños de voluntades. En la fuerza de su espada y de su verbo estaba representada la fuerza de Trujillo. En la década del 890 al 900 alguien intentó hacer práctica la unión de ambos caudillos, en una concentración política que asegurase a Trujillo la prepotencia en Occidente. Hubo conversaciones, fracasadas ante la intransigencia personalista de exaltados de uno y otro bando.

Divididos estaban los dos grupos cuando ocurrió la invasión del General Cipriano Castro, el 23 de mayo de 1899. El flamante gobierno de Trujillo, separado en enero de dicho año de la unidad andina, lo presidía el progresista repúblico don Juan Bautista Carrillo Guerra, quien, como agente del titubeante General Ignacio Andrade, desconfiaba de los jefes trujillanos. Primero dio encargo de levantar un cuerpo de ejército al General González Pacheco, el que, mal pertrechado, sufrió grave quebranto en Tovar, hasta donde fue a detener al ejército invasor. En seguida, el gobierno de Carrillo Guerra encomendó al doctor Leopoldo Baptista rechazar a Castro a su llegada al Estado. La situación del ejército de Baptista no permitíale atacar y se parapetó en el pie de la mesa de Carvajal para impedir el paso de Castro; mas, cuando Baptista aguardaba en sus trincheras a Castro, los espías le avisaron que éste había hecho una diversión en Motatán y que, lejos de subir a Pie de Sabana, había salido por el Turagual, para ganar por los lados de Pampán el camino nacional. Esta operación ha servido para que quienes no conocen el pormenor de los hechos, hayan dicho que Baptista dejó pasar a Castro, sin hacer cuenta de que sus efectivos sólo le permitían pelear en te­rreno propio y no avanzar a destruir al enemigo.

Pasó, pues, el General Castro por el Estado Trujillo sin que ninguno de los jefes locales hubiera podido hacer lo que era preciso para detener su marcha victoriosa. Luego, Castro llegó al Capitolio con la cabeza realmente llena de buenas ideas. No es del caso evocar el sistema de que se valió la permanente camarilla caraqueña, para hacerse a la voluntad del recio caudillo, contra quien en breve pusieron en pie un fuerte ejército los representantes de los intereses qolpeados por la revolución restauradora. Cuando ocurrió este gran movimiento, llamado por su fuerza a destruir al gobierno, ambos generales ‑González Pacheco y Baptista‑ tenían compromisos con Castro. Podría extrañar esta actitud, mas es congruente con el tipo de política general que existió en Venezuela hasta f echa reciente. Los caudillos y los dirigentes tenían por norte “estar con el gobierno”, sin distinguir la diferencia que existe entre esta situación semipasiva y la correcta finalidad de estar en funciones de gobierno.

La supervivencia de tal concepto gozoso de la política, explica tanto la situación abarrancada,  de quienes subordinan al beneficio inmediato la razón de una conducta, como la alegre opinión de quienes miran por habilidad gozar a cualquier precio del favor de quienes abren a los «amigos» las posibilidades de medro.

A la hora de defender su gobierno, Castro llamó a González Pacheco y a Baptista. Cada cual en su respectivo cuerpo de ejército, supo estar a la altura de su prestigio y de su tradición guerrera. A Baptista cupo el mérito de la famosa operación Copey, que aseguró el triunfo de La Victoria y, con él, la victoria definitiva del castrismo.

Después de estos sucesos, atinaron ambos jefes en coincidir en Caracas en el recordado Hotel Saint Amand, posada obligada de los jefes políticos del interior. Al ir a tomar el desayuno, González invitó al doctor Baptista para que le acompañase a la mesa.

‑Leopoldo, quién hubiera dicho el 99 que tú y yo íbamos, algún día a ayudar a Castro, cuando juntos habríamos podido obligarlo a regresar a Capacho.

‑También lo he pensado yo, y a la vez he recordado lo favorable que hubiera sido para el país la concentración de nuestras ‑fuerzas, respondió‑Baptista.

‑Si señor, nuestra desunión del 99 dio paso a Castro, nuestra unión de hoy contribuye poderosamente a sostenerle, agregó el doctor González.

‑Castro es un caudillo de verdad, no podemos avergonzarnos como militares de estar bajo sus órdenes; pero, después de Castro, convéncete, que el perrito más sarnoso aprovechará nuestras discordias, comentó Baptista.

Rieron ambos caudillos y al separarse, González dijo a Baptista con amarga sonrisa:

 ‑Pues a cuidarnos del perrito, Leopoldo.

Y el perrito les resultó nada menos ni nada más que el General Juan Vicente Gómez.

 Del “Pequeño Anecdotario Trujillano” (1956) de Mario Briceño Iragorry.

 

 El Entierro

A mediados del año 1930, estos pueblos se encontraban bajo la bota férrea del caciquismo. El señor Luis disfrutaba de plena juventud y para ese entonces trabajaba con un arreo de mulas del general Federico bajo las órdenes de don Argimiro Andara.

El espíritu voluntarioso de aquel joven saludable y fornido le permitían servir de buena manera a cualquier persona que demandara sus favores.

Relato:

“Una vez me mandó a decir don Juan de la Cruz Salas, que fuera a llevarle un escaparate a Trujillo en una bestia de carga pues aún no había carretera.

Bueno... que más quedaba, me busqué una buena cepa de cambur, la corté en dos pedazos y las amarré bien amarradas a cada lado de la enjalma del macho; eso sí, yo tenía un buen macho... mansito y bien cuidado, de silla y carga. Cuando el macho estuvo ajuarado de esta manera, le montamos ese parapeto de cajón encima. Al fin, yo halé mi macho, y salí de Santiago como a las tres de la madrugada y me fui a amanecer a Sabaneta para abajo, yo llegué tempranito a Trujillo con mi emparapetado cargamento. ¡Ah caramba! Esa me gente me recibió muy bien, don Juan, muy agradecido, y en seguida me mandaron a servir un tremendo almuerzo, y uno cuando está joven que es tan jartón, yo comí mucho, gracias a Dios.

Don Juan de la Cruz me pagó cuatro bolívares, yo estaba muy contento, en seguida monté mi macho y me vine diuna vez.  Llegué a San Lázaro como a las diez de la noche, en la calle me encontré con don Octavio Cano, que me dijo: “ah, caramba, negro Luis, por ahí en el Pan de Azúcar se bajó un derrumbe y no hay paso, ¿por qué no se queda? Y mañana verá  se verá qué hacer”.  Muchas gracias don Octavio, pero yo me voy por el bostero y agarro el camino de Cajuí, es temprano y hay buena luna.  Abordé entonces el desvío, pero en el sector del Bostero, de repente el macho se paró como temblando y con ganas de regresarse.  Yo me asusté y empecé a mirar a todos lados, cuando de pronto vi bajar por el camino real una luz como rodando y eso se veía como un costillero.  Al llegar a un recodo, frente a una casa vieja, cruzó y subió un bordo bastante alto hasta alojarse en un pretil de piedras en la parte de atrás de una casa. Cuando aquella luz se apagó, yo quedé como sin sentidos, no sabía qué hacer, el macho tampoco quería moverse; no sé cuánto tiempo permanecimos en aquellas condiciones, poco a poco yo fui reaccionando, prendí un cigarro, el macho aún temblaba, pero al fin empezó a mover las orejas, lo arrié y seguimos; eso sí, de ahí en adelante no vi ni oí más nada.

Como a los quince días me encontré en San Lázaro a don Santiago Barreto y le conté lo que me había pasado, es decir, que había visto una luz. “Bueno, muchas gracias, Negro Luis, eso de ahí es mío, yo voy a ir a ver que se consigue. Y en efecto, don Santiago subió al sitio ya descrito y sacó el ENTIERRO; me mandó a decir que pasara por su casa que me tenía una cosa, pero yo no fui...

(Recopilado y transcrito por el maestro Máximo Paredes del señor Juan Quintero)

 

Un Susto

Un día, fecha cualquiera del año 1957 en que me veía obligado a cumplir la accidentada travesía de Cabimbú a Trujillo a entregar recaudos de la Escuela Unitaria N° 138 que funcionaba en la Vega Abajo del mencionado caserío, y que regenta por cinco (5) años. Por razones circunstanciales me dispuse salir muy en la madrugada, y al montar en un buen caballo, desaparecen los temores de la noche y la soledad de aquellos accidentados caminos (cinco horas de trocha para llegar al centro poblado).

Llevaba como una hora de marcha cuando al pasar una hondonada de espesa vegetación, de repente oí un ruido sordo y escalofriante que semejaba a un suspiro o manifestación de agonía; aquello en medio de una espantosa oscuridad, me produjo un miedo escalofriante, la reacción no se hizo esperar para espolear las ijores del brioso animal, que también fue sorprendido, tal vez no por el ruido sino por la presión de las espuelas y reaccionó con un gran salto, que pudo habernos sacado del estrecho sendero. Los nervios me acompañaron hasta el amanecer, ya divisando la claridad del alumbrado público de Santiago.

Al acomodar el caballo en casa de una buena amistad, continué mi viaje hasta Trujillo en donde logré cumplir una serie de diligencias, que gracias a la salida tempranera me alcanzó el tiempo, gracias a Dios; este mismo ajetreo de la ciudad me hizo olvidar el supuesto espanto de la madrugada, así fue que al llegar a Santiago a las cinco de la tarde, ensille mi caballo y reanudé la marcha, y no fue sino a poca distancia del lugar del episodio mañanero que me recordé avanzada la noche, aquello me produjo un malestar momentáneo y la primer reacción fue desmontarme y recostarme a la montura a pensar por donde podría extraviar el camino, de tanto pensar reflexionar llegué a la conclusión, basado en los mismos cuentos de espantos, que no salen ni se oyen sino de doce a doce y media de la noche y aquello serian las nueve y media aproximado.

Estas reflexiones reanimaron mi espíritu, monté y continué la marcha y como es natural, con los nervios de punta. Al llegar al sitio macabro, ahí estaba el ruido de ultratumba; no se de donde saque valor y sujeté el caballo, el animal ahí permanecía tranquilo, de repente le dio por moverse y ante las pisadas fuertes del caballo se oía el espeluznante ruido que la impenetrante oscuridad se encargaba de darle su toque espantagórico, en aquel laberinto de dudas y temores me dio por lanzar un látigo con las riendas las que dieron con lo que pensé que podría ser un tronco podrido, aquí el ruido se oyó con mayor intensidad, pero al repetir esta acción la manifestación temerosa se fue tornando familiar (conocida), pues me recordó que los cigarrones fabrican una especie de colmenas en los troncos secos y que al sentir cualquier molestia, se mueven en conjunto y esto produce el ruido ya descrito que puede asustar a cualquier persona, a cualquier persona que no lo conozca y mucho más en un lugar como aquel y en aquella hora.

 Máximo Paredes

 

Cuento entre Amigos

Por ahí, por las ultimas décadas del siglo XX, en que se cotizaba en estos pueblos de montaña los últimos vestigios del abolengo colonial; el Señor Jaime Paredes (abuelo de quien relata), corría con el privilegio de tener amistad con estas familias distinguidas, trátese en este caso del Señor Teléforo Bastidas. En una de estas visitas que desde Cabimbú solía practicar el Señor Jaime y en agradable tertulia con su buen amigo Bastidas le propone lo siguiente: "Mira Teléforo, la finca tuya (El Chacao) llega hasta el río y en la Veguita se puede hacer un molino, yo estaría en condición de hacerlo si me das permiso". Intercambiaron opiniones pero no lograron nada en concreto, sin embargo ante la insistencia del Sr. Jaime, su interlocutor responde que al pensarlo más detenidamente, se lo notificaría por escrito.

Transcurrió el tiempo, al fin el Sr. Paredes recibe una carta muy expresiva de su gran amigo Teléforo, en la que decía entre otras cosas, "Mira, Jaime fabrica ese molino y has con él lo que te dé le gana". El aludido señor emprende el proyecto de construcción; una vez terminada la obra la misma entra en funcionamiento bajo la administración de su constructor, quien empieza aplicando una renta de 5 libras de harina por un bulto de trigo de 100 libras (5%), tal cosa se denominaba MAQUILA.

Todo marcha perfectamente hasta que le tocó moler un arreo de cargas (8 cargas) de trigo de la hacienda de Don Teléforo; cuando los obreros bajaron a Santiago con el cargamento informaron a su patrón que el molinero había cobrado maquila por moler el trigo; esto molesto tanto al Sr. Bastidas que optó por demandar al molinero. Una vez que estuvieron en el tribunal y el Sr. Jaime es sometido a riguroso interrogatorio; éste pide permiso, se acerca al escritorio y entrega la carta donde se le ordenaba construir y poner a funcionar el molino e inquiere "hágame el favor de leer esta carta porque yo no se leer". Al término de la lectura toma de nuevo su papel y expresa. "Como se dieron cuenta este señor dice que haga lo que me dé la gana con la administración del trabajo". Dicho esto se dirigió a su amigo y le dijo "Esta firma es tuya Teléforo". "Este toma su sombrero del piso, se pone de pié y dirigiéndose al Juez expresa: Pues sepa Ud. que retiro los cargos que había consignado contra Jaime Paredes", abrazó a su amigo y así salieron del tribunal.

 Máximo Paredes

 

*Los textos de Manuel Andara Olivar fueron tomados de su libro: El Camino de Santiago.

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