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Fantasma de Víctor Valera Martínez   El Hijo del Encanto de Isidro Morillo   Leyenda de Hicope de Isidro Morillo

 

Fantasma

Para “Ensayos”

I

              Pueblo triste. Agazapado tranquilamente tras una caravana de montañas. Pequeño. Solitario. Un Triángulo de casas.  Mejor: un caserío.  Lo rodean sombríos cafetales.  Hacia el sur, el silencio es deshilachado por la música brava de un riachuelo.  Nada turba la paz del ambiente.  Nada conmueve la serenidad del cielo azul, intensamente azul.

              Cuando más un borrón verde, embrisado de gritos, desfleca la tela transparente del aire o la copla rizada de saudades o el carajeo rotundo a la yunta cansada, brincan de la boca de un jayán que a intervalos mancha la soledad i a intervalos se oculta en la hondonada sombría.

              Los habitantes: trabajadores i supersticiosos.  Cuando revientan los botones del alba, se les ve ir al trabajo con su gesto habitual, rudo y callado.  Cuando la rosa de la tarde se marchita, vuelven de sus tareas.  Silenciosos.  Siempre silenciosos.  Barnizados de sudor.  Oblícuos de cansancio. 

II

               En el pequeño pueblo cuentan cosas terribles.  Dicen que al acostarse la noche sobre el mundo, una sombra misteriosa se desliza por las calles solitarias.  Nadie se atreve a salir de su casa.  Nadie.  Todos están preocupados por la macabra aparición.  Todos rezan por el alma que San Pedro no ha dejado pasar las puertas de los cielos.

              -Mano Andrés, vos isque habéis visto el fantasma....

              -Sí, mano Juan, anoche iba yo pa la casa, cuando ví en el callejón una sombra que andaba despacito.... yo me puse a aguaitala pero el miedo me empujó puertas adentro.... la cabeza se me puso grandoota....

-         ¿I qué vía cogió el aparecío?

-         Cogió puel camino de los mangos, como quien va pa onde Ño Raimundo.... 

III

               Ahora el pueblo se ha quedado dormido.  La luna tiende sobre las cosas su sábana blanca, limpia.  El campanario vigila en la quietud nocturna.  Diríase un gigante enamorado de la luna.  Una brisa fría canta romanzas monótonas en los ramajes.  Un sapo dice cosas románticas al oído de una estrellla caída en un pozo.  Las calles:  remansos de silencio.  La plazoleta:  laguna de soledad con mástiles estremecidos:  los chaguaramos.

              Por el callejón solitario avanza una sombra sigilosamente.  Los aullidos medrosos de un perro desguazan el quietismo.

              Mientras tanto, en la casa de los mangos, alguien  espera oculto entre los cafetales.

              Sobre el lomo del silencio galopa la medianoche. 

IV

               -Epa, mano Andrés, que hubo....

              -Bien, mano, ya que no tengo mujer ni hijos que me atormenten.

              -¿Por qué decís eso, mano?

              -Pero entuavía no sabéis lo que le pasó a Ño Raimundo....

              -Que voi a sabelo  ¿Qué....

              -Pues Ño Raimundo que acostumbra empezar tempranito la tarea, se alevantó esta mañana antes de salir el sol.  Antes de uncir la yunta jué al cuarto de la muchacha a despertarla para que le hiciera café.  Llamó desde ajuera tres veces i naiden le contestó.  Resolvió entrar i ....  ¿sabéis lo que encontró?

              -Que, pues....

              -Pues el catre vacío.... El pobre Ño Raimundo está vuelto loco, buscándola.

              -¡El catre vacío¡  Pero que cipota i que dejar a ese pobre viejo cuando la empieza a necesitar....  Todas son ancina....  :  malagradecidas....  ¿i quién diablo fue el pícaro?

              -Entuavía no se sabe....

              Las palabras se agazaparon en las bocas empenumbradas de chimó.

 V

              De nuevo el pueblo se acurruca tranquilo tras la caravana de montañas.... Ya nadie se acuerda de la muchacha de Ño Raimundo.  El se ha quedado solo, masticando el recuerdo de la hija desaparecida.

              Pedro, aquel muchacho fornido, que por tiempo arremansó allí su vida, eclipsó su presencia en el pueblo después de la noche en que el fantasma apareció por vez postrera.

              A este último tal vez conmovido San Pedro, por los ruegos de aquellas buenas gentes, le fue permitido atravesar las puertas inefables de la gloria.

 V.    M.  Valera Martínez  1934

        (Este texto fue publicado en el periódico “Ensayos” de San Lázaro, el 26 de marzo de 1935, periódico que se imprimía en la Tipografía América de Trujillo y fue escrito cuando Víctor Valera Martínez, escritor sanlazareño, tenía apenas 19 años. Fue transcrito por Wilfrido González Rosario de la prensa microfilmada en la Biblioteca Pública “Mario Briceño Iragorry” de Trujillo)

 

El Hijo del Encanto

             Refiere la tradición, sin visos de leyenda, que a Don Nicolás González, un modesto pulpero, eficiente sacristán y honorable padre de familia, ocurrió una experiencia que había de marcar huella imborrable en la memoria de los moradores de San Lázaro.

           Hace muchos años, probablemente a comienzos de siglo, una tarde cualquiera, a la hora cero de las imprevisiones, se presentó en el negocio de Don Nicolás, un muchacho adolescente, de porte arrogante, ágil en sus ademanes, de timbre de voz jovial y un poco cristalino y de atuendos de páramo.

         Sin mucho cumplido, como lo impone la sospecha de quien se encuentra ante un extraño, nuestro pulpero pregunta al joven desconocido:

¿Qué quereis?

A lo que responde el muchacho:

Nada, señor. Solamente vengo a decir a usted, que si yo fuera el amo de este negocio, lo mudaría ahora mismo de este sitio, porque dentro de unas horas bajará una de las más grandes crecientes, nunca vistas...

A este pobre muchacho lo tiene loco el hambre o es que anda buscando ganar plata a fuerza de asustar a los demás, pensó despreocupado, mientras, atento a las relaciones de su nutrida pulpería, o quizás armonizando mentalmente los actos litúrgicos de la mañana siguiente, Don Nicolás no advirtió la rápida y definitiva ausencia del muchacho, de voz cristalina y de atuendos de páramo.

            Torcidas hileras de variados negocios, casi siempre enclenques, han bordeado audaces los altos muros que delimitan los dominios del temible río y la insaciable codicia de quienes se atrevieron a desafiar sus fuerzas al entrabar su cauce.

            Era la hora cero de las imprevisiones: total indiferencia ante el estado del tiempo; actitud casi heroica; desprecio olímpico del peligro cuando se trata de la granada inmediata o del camino abierto hacia el dorado mundo de la opulencia...

***

Y así ocurrió la experiencia a Don Nicolás González:

            Infernal y sostenida furia de aguas desbordadas, retumbar horrísono de piedras del tamaño de toneladas; árboles cuya corpulencia no bastara para ser juguete de aquella gigantesca mole acuática. Algún roble arrancado de raíz en el trayecto; otro árbol más grande, y no se sabe cuántos más, como negándose a morir en aquel declive inexorable, llegaron a aferrarse al viejo puente de madera que, con su carga de años y su venerable orgullo colonial, optó por desprenderse ante el empuje dantesco de las aguas y el peso inerte de los árboles.

         El único negocio no enclenque, el de Don Nicolás, también hubo de hacer compañía al puente colonial y a los árboles rendidos. Tal vez por su condición especial de Sacristán, Don Nicolás no fuera arrastrado también por tan apocalíptica avalancha.

         Alguno se decía: Gracias a Dios yo pude salvar algo a tiempo

        !Muchos gritaban: El pueblo se quedó trozado en dos!

      En otros pescadores, una viejecita, garrote en mano y funda a la rodilla, espiaba maliciosamente alguna trucha o guabina que, aturdida, en plena plazoleta inundada, había perdido toda noción de su elemento.

        Confundidos por el fragor de aquel desbarajuste, otros se lamentaban de que nadie hubiera sido capaz de sospecharlo, mientras alguien con aire de privilegio, pregonaba haber visto aparecer la formidable "cabeza" de la creciente, en cuya cresta pavorosa, espectáculo de sobrecogedora y fantástica belleza, cabalgaba ágil y con atuendos de páramo EL HIJO DEL ENCANTO...

         Y entre tanto, sombrío y dudoso, satisfecho de estar vivo, el señor González recordaba la inquieta presencia del granuja que horas antes, sin ir a comprar ni a pedir nada, le advirtiera del peligro y se esfumara sin dejar rastros. Nadie ha vuelto a dar razón de su existencia, solamente un Chaguaramo, oscilante y casi vencido por el tiempo, atalaya de espíritus burlones y antena de recuerdos, podría tener la facultad extraña de contar las idas y regresos de tan raro y divertido Príncipe...

         Desde entonces cobró más visos de certeza lo que gentes de otras épocas habían legado en narraciones nocturnas, en torno al severo copo de cocuiza, o en reuniones familiares, bajo el obligado convite de las noches sin luz.

         En las entrañas misteriosas de la Teta de Niquitao, coloso rodeado por páramos como Esdorá, Marajabú, La Cristalina, Cabimbú y otros, habita un genio, medio pariente de Neptuno quien, por no se sabe qué vericuetos subterráneos o aéreos, suministra a este Genio que mientan El Encanto, todo el poderío siniestro de sus fuerzas.

         Es curioso y de anotar que en varias zonas de las montañas que circundan la imponente y erecta cúpula de la Teta, es fácil hallar depósitos de figuras finamente labradas, de multitud de formas y tamaños, como si los viejos sacerdotes precolombinos hubieran querido aplacar con sus ofrendas, las caprichosas furias de aquel genio tenebroso. Pero... Duende, o Genio o Semidiós, al fin y al cabo, en las entrañas mismas de la tierra, aquel "Encanto" tuvo un hijo, ágil como el viento, juguetón como las aguas y como amigo desinteresado, deseoso de hacerle bien a quien creyera...

         Allá arriba, exactamente en las faldas y lagunas de la Teta de Niquitao, no lejos de San Lázaro, está el mágico secreto para prolongar la vida, la extraña planta "Díctamo Real", obra quizás del hijo del Encanto y cuyas hojas, en infusiones o simplemente comidas como lechugas, es fama que avivan la juventud y prolongan la vida en forma extraordinaria.

         Por algo en aquellos parajes la gente se muere cuando le da la gana. Y conste que no es esta la explosiva intención de quienes embotellaron el "babandí" para cazar fortunas...

         Entre los habitantes de los márgenes del río se alienta el recuerdo de una niña que fugada de su casa inquieta y alegre, viviera, durante los tres días de ausencia, un mundo de maravillosas fantasías, huésped, tal vez, en los dominios de aquella familia milenaria.

         Y cuando el río Jiménez, transparente vía de comunicación entre Neptuno y El Encanto, une sus travesuras a las de su eterna novia, la Quebrada de Chutún, o San Cristóbal, noche o día, la gente atisba, sueña o recuerda el vuelo precursor de alguna rara ave de plumas doradas que minutos antes, baja rauda, anunciando cauce abajo, el inminente paso del hijo del Encanto. Y todo se debe a que algún intruso, un rayo, un aguacero o simplemente algo o alguien osó perturbar la iracunda majestad de aquel ente malaspulgas que mientan "El Encanto"(...)

(La leyenda y comentario sobre “El Hijo del Encanto” fue escrito inicialmente con motivo del Retorno de los Hijos de San Lázaro en 1970. Nota de los Editores).

Isidro José Morillo Q. San Lázaro: Auge y Caída. Mérida. 2000

 

Leyenda de Hicope

         Él nació entre borrascas, en un ventisquero de los Andes. Dicen que en Guiriguay, referencia de límites entre Barinas, Mérida y Trujillo. Fue como una simbiosis o cruce entre tolvaneras barinesas, soplos tormentosos de las nieves eternas merideñas y la enorme furia de algún centellazo trujillano. Es lo cierto que Hicopé vivió una larga etapa normal entre la yerma soledad de páramos, una frecuente comunicación fisica y mental con los fenómenos del cosmos y su medio ambiente natural.

         Coloso en su estatura, más de tres metros, Hicopé sufrió un accidente decisivo: En medio de turbulencia ventisquera, un rayo lo partió en dos, en forma vertical, de modo que, por algún raro motivo, sólo quedó medio hombre, según los que lo vieran: media cabeza, un ojo, una oreja, media nariz, un solo brazo con su mano, un a pierna con su pie, más la mitad de los órganos sexuales; cauterizado al instante, su corazón intacto le permitió la vida. Todo un cíclope que sólo podía desplazarse de punta en punta, cuesta abajo, o en alas del viento para trepar las cumbres. El otro medio hombre se disolvió en el aire. Tal vez átomos o restos invisibles podrían haber quedado merodeando en el ambiente, o lanzados al vacío, o simplemente inertes sobre las rocas, o como abono de frailejones, o tenue velo de caricias sobre la belleza de flores mínimas que, como único recurso de coqueterías, adornan siempre, envuelta entre neblinas, la angustiosa aridez de las alturas.

          Pero Hicopé siguió existiendo porque el díctamo real curó sus males, aferrado a un filosofar de sinos y vidas sin amparos y sin rumbos hasta que un hálito de inspiraciones y las esperanzas del entorno lo animaron a la exploración de nuevas latitudes y cultivo de relaciones desconocidas, curiosidades de la especie homínida, hasta satisfacer caprichos e inventar deseos.

          Y se fue por los atajos del acaso, sin más brújula que su andar de punta en punta, cuesta abajo o en las del viento hacia las cumbres. Y se hizo dueño de imaginaciones y de sueños, y en la fantasía de adultos y de niños, anidó la grandeza de su genio, el poderío de su único brazo con la manaza para desintegrar lo que fuera obstáculo a su marcha, y su pierna de fierro acerado con pie de mole dispuesto al aplastarlo todo, cuando el mal genio tomara posesión de su carácter. Pobre del ser viviente que provocara las iras de aquel ente; y pobre de quien contara a la autoridad que en el camino real de Marajabú o Curandá había divisado, envuelto entre nieblas de misterio, la aterradora figura de Hicopé, ipso facto, sin saber cómo, al poco tiempo, un cadáver se  mecía lívido en las ramas de cualquier árbol. Increíble la capacidad intuitiva del hijo de la ventisca.

         Una pobre señora campesina, en su choza de piedras y pajas, mientras preparaba la cena, acompañada de dos niños y un perro macilento, refugio de pulgas y de hambres, recibió una noche, entre relámpagos y truenos, la visita de Hicopé. Ingrata sorpresa! El venia a vengarse en la vieja tía de un confidente policial, por lo que consideraba todo un agravio a sus gustos por el olor del aguardiente; el sobrino, acosado a diario por las autoridades de las rentas, no podía dejar en paz a los contrabandistas o destiladores de miche, arruinados ya por las constantes denuncias del chismoso que poco antes había sido hallado como una estampilla, aplastado en medio del camino hacia Estiguates... El perol de la mazamorra estaba listo, fuera de la candela y en espera de que refrescara un poco para servirla, cuando apareció Hicopé. Palo'susto! Vieja y niños desaparecieron de la escena y como era noche y no había luna, el único ojo de Hicopé pareció incapaz de divisarlos. Quizás ante la presencia de los niños aquel mons­truo desistió de su venganza y sólo se limitó a orinarse vilmente sobre el perol de la mazamorra, convertida al instante en un torrente de lava volcánica que inundó y destruyó la vivienda. Trabajo costó a los sobrevivientes salir de aquel desastre y soportar el hambre y el olor a azufre.

         Qué malo ese Hicopé, comentaban las gentes de todas las aldeas. Pero al menos respetó a los niños al no insistir en su búsqueda, sabiendo que podía encontrarlos, comentaban otros; en cambio el pobre perro también murió aplastado. De estas incidencias, tomando en cuenta el desbarajuste de la mazamorra, la muerte del perro y, sobre todo, la curiosa salvación de los niños y de la señora tía del confidente policíaco, todo el mundo concluyó en que algún indicio de buenos sentimientos podría albergar la media cabeza del temible fenómeno andariego, pariente, según algunos entendidos, del propio Satanás o del viejo y quisquilloso Encanto de los Páramos.

         Rápido al desplazarse a saltos en sentido horizontal, Hicopé era capaz de superar al más veloz de todos los animales; y en cuanto algún indicio de buenos sentimientos, quédó claro alguna vez cuando, de un zarpazo, logró salvar la vida de un labriego anciano, ya en las garras de un inmenso puma hambriento; entonces Hicopé fue un héroe, invisible para la mayoría, pero exaltado por el relato elocuente del muchacho que presenciara de lejos el suceso, más los testimonios del anciano.

         Pero había de llegar el día en que Hicopé dejara de exhibirse. Entre temerosa e incrédula, la gente cambiaba impresiones y opinaba sin que se llegara a conclusiones claras; todo paraba en hipótesis diversas, sin sentido, y nadie pudo llegar a una explicación definitiva. Hicopé desapareció como había llegado, entre borrascas de conjeturas tenebrosas.

         Nadie sabe qué se hizo Hicopé, él sigue vivo o ya murió, si las tolvaneras de los llanos barineses, los soplos huracanados de las nieves eternas merideñas y los pavorosos centellazos trujillanos podrían, en otro momento de la historia, alborotar de nuevo el universo con la aparición espeluznante de otro espécimen igual, si es el mismo, el Hicopé malaspulgas, ya no respira en este mundo o se encuentra, por ahora, en largo proceso de hibernación restauradora, bajo la paz de algún refugio subterráneo, o arrebatado por cualquiera torbellino cósmico, o simplemente desvanecido en el aire en busca del reintegro de su cuerpo entero.

         Algunos aseguran que, por lo lados del Especto de Brocken, han visto la inconfundible imagen de Hicopé, como queriendo testimoniar su severa presencia admonitora, sobre la cresta majestuosa de los dominios trujillanos. Otros presienten que Hicopé volverá a imponer la paz y la justicia en favor de los humildes y desposeídos, cuando logre des­prenderse de las ataduras de la ausencia y del olvido.

     Isidro José Morillo Q. San Lázaro: Auge y Caída. Mérida. 2000

 

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