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A Rebato de Ramón González Paredes   A bordo de un nuevo día de Manuel Andara Olívar   La Peña Blanca de Ramón González Paredes   Leyendas de la montaña de Ramón González Paredes   Maldición al cura de Ramón González Paredes   Pencas de Manuel Andara Olívar   Todos pasan junto al río de Manuel Andara Olívar

     

 

A Rebato

Ramón González Paredes

En tiempos de Juan Vicente Gómez, dos Prefectos amigos decidieron poner cese a la tirantez entre Santiago y San Lázaro, y dieron una fiesta con la sociedad de ambas regiones, en casal situado casi a mitad de camino entre los poblados referidos. En ese baile se conocieron el muchacho de catorce años, Juan Martínez Domínguez, natural de Santiago, y la niña de doce años, Juliana Contreras Rivas, vinculada a hogares muy honorables y de distinción social en San Lázaro.

Desde entonces empezaron a frecuentarse. Juan realizaba largas caminatas hasta San Lázaro para ver a Juliana. Aprovechaban cualquier descuido y poníanse a conversar. De ordinario se daban cita en las afueras, especialmente en el río. Los días domingos o bien en horas de la tarde, cuando la canícula se adueñaba de las calles pendientes del poblado, cuya gente dormía siesta, entonces solían verse en la iglesia. A hurtadillas, se comunicaban sus amores, besábanse, estrechábanse las manos, deseosos de que aquellas entrevistas no terminaran nunca. Cuando venía la separación ocupábanse ambos de preparar un nuevo encuentro. Así transcurrieron los años hasta que Juan volvióse un mozo fuerte, jayán de propia finca, y Juliana, una chica hermosa, morena clara, más bien blanca, de grandes ojos negros, y cabellera luenga, de azabache.

Cierto día de fiesta, cuando los moradores lugareños se preparaban para acudir a la Llegada de Niños, el día 24 de diciembre, en Santiago, donde podía verse un pintoresco despliegue de procesiones venidas de varias comarcas, estaba aderezando a Juliana su buena amiga María Ernesta, quien se dio cuenta de que le había clavado un alfiler en el brazo, sin que la joven se percatase.

 María Ernesta púsose un tanto sombría, y fue a comunicarlo a otra amiga íntima, Hermelinda, quien, a su vez, continuó la cadena. Esta última surtió tanto efecto que, en cosa de horas, ya todo el pueblo sabía que Juliana tenía la piel insensible.

Por esos días llegaron sanitaristas, provenientes de Trujillo y Valera. Habían ido a hacer exámenes por varias regiones, y, como resultado de su labor, remitieron a algunos leprosos destinados a la isla de Providencia. Recorrieron las poblaciones de Santiago y San Lázaro. Inmediatamente alguien les fue con el cuento de la insensibilidad de Juliana. Los sanitaristas, como se trataba de una joven de conocida familia, por disimulo comenzaron a realizar visitas y hacer exámenes de casa en casa, hasta llegar donde los Contreras Rivas. La joven salió positiva de lepra. Fue tal la desesperación de su madre, tal el desamparo de los suyos que ella, en un gesto de angustia indecible, se encerró en una habitación y abrióse las venas con una navaja de afeitar del padre. Había leído acerca de la muerte de Petronio, el arbitro de la elegancia romana, y comprendió que rompiéndose las muñecas no tendría un fin tan terrible, sino que iría desangrándose y le parecería como si se quedase dormida, presa de sutil embriaguez. Pensó, entonces, en su amado, y lo llamó:

—Juan, siento no estar con vos ahora. Juan, no me olvidéis.

El aludido se encontraba atareado haciendo cortar unos jumangues, cuando, de pronto, escuchó la voz de su amada Juliana. En un principio le resultaba ininteligible; pero luego se hizo clara, nítida, como un aleluya.

En San Lázaro, el sacerdote, al tener noticias de que aquella exquisita alma se había cortado las venas, en virtud de su desesperación ante el terrible mal de lepra, volvióse tan nervioso que subió al campanario y empezó a lanzar una especie de clamor de bronces; era un toque a rebato solamente usado para pedir auxilio, ante la presencia de un incendio.

A la voz que percibía como un llamado agónico, se unió el clamoreo de las campanas, remotas, decidoras, como provenientes de una comarca en niebla.

Juan comenzó a ir de un sitio a otro, más allá de los jumangues, de las matas de café, herbazales, de una siembra de papas y de trigo moreno, que no era centeno, sino de granos sápidos y criollos. Estaba en las proximidades del Páramo de Cabimbú, y percibía el toque a rebato.

—Juan, me muero. Adiós.

Comprendió que algo terrible le pasaba a su amada. Dejó todo quehacer y, con premura, emprendió el regreso a Santiago. Llegó jadeante, pero nadie le supo decir en la villa acerca de alguna mala nueva que hubiese ocurrido en San Lázaro. Fletó una bestia y le parecía, cuando dejó atrás las construcciones, que no volaba lo suficiente sobre lomas, lomazos, recuestos; que no corría lo debido con aquella cabalgadura, como para poder llegar a tiempo, si Juliana reclamaba su presencia.

Al entrar casa de Juliana, percibió, en el aire ambiental, el signo de la tragedia. Allegóse al lecho y la vio con el rostro descompuesto. Era tarde, pues cuando traspuso el umbral del aposento la joven acababa de expirar. Empero, todos le dijeron que sus últimas palabras habían sido para llamarlo y pedirle no la olvidase, sino recordase a aquella joven tan desgraciada, a quien él habíale brindado los momentos más felices de su corta existencia.

 Tomado de “Santiago de Trujillo, Real y Legendario”(1971)

 

 A bordo de un nuevo día

Manuel Andara Olívar.

Demetrio se consumía en su hamaca. Una vez hubo de llegar a su casa como el murciélago, envuelto en el silencio nocturno. Aquella vez, cuando Gumercinda abrió la puerta, él le dijo algo muy cerca del oído como para que nadie les oyera. La mujer, espantada se llevó las manos a la cabeza. El volvió a mirar hacia la oscuridad y dijo:

 -Hermosa noche!

Gumercinda sobrecogida, temerosa no dijo nada; pero pensó seguramente que aquella noche era la más horrible y desgarrante noche de su vida. Su marido llegaba en la oscuridad, al amparo de la sombra, murmurando palabras a media voz. Desde entonces, desde aquella amarga noche de contraste, Gumercinda solamente sabe que su marido llegó. Nada más. Y gracias conque si quiera pudo llegar. Otros no pudieron hacerlo.

En el aire. Suspendido dentro del estrecho mundo de su hamaca, aislado y solitario mientras su mujer se amarraba a los quehaceres, pasaba horas interminables. Repetidas veces había sumado mentalmente el número de vidas del techo, perdía la cuenta luego y nuevamente volvía a recomenzar, sin enfado, para concluir después en que nunca sabía exactamente su número. Desde su posición supina, al través de las hendijas del techo podía mirar el cielo, mirar las nubes pastar como corderos entre los hierbasales azules y las arañas prendidas del alero por donde la lluvia lloraba.

Ahora el sol le daba plenamente en la cara y le penetraba cosquilleante, como derretida manteca por las amplias ventanas de su nariz aplastada, que ahora se dilata como una trompa con el sol, igual que cuando percibe al removerse en el lecho el acre olor de las axilas de su  mujer. Bosteza, y entonces el sol se echa como una clueca en su garganta, haciéndole roncar como si hiciera gárgaras.

A veces lanza fuera de los bordes de su nave, de su nave de lona sucia sobre la que duerme interminables siestas, uno cualquiera de sus brazos, de sus brazos negros, casi azulosos, que en esta hora de sopor no quisiera llevar prendidos a su cuerpo. Que en esta hora desearía poder abandonarlos en un rincón del cuarto, o tirarlos lejos de sí. Arriarlos al mar para que se deshagan entre arrecifes, o para que anclen, empapados de sal y iodo en alguna soleada bahía sin nombre.

Otras veces, cuando una asquerosa mosca le hace piruetas sobre su pierna lampiña, o le hormiguea con la vibración de sus patas la cenizosa planta de sus pies hasta hacerlo reír como un tonto, entonces, para espantar el animal, le imprime a su ancho y deforme pie un movimiento repetido, continuo, como si con él estuviera llamando, como si quisiera gritar con su angustiado pie para que esta y cualquiera otra mosca, lo deje tranquilo, aislado y perdido en la telúrica flacidez de su hamaca de lona sucia.

Pero la mosca sigue cosquilleándole en sus pies de higo seco. Continúa recorriendo las dimensiones de su pierna desnuda. Sacudiendo sus patas peludas con obsecada insistencia, con tozudez absoluta; y ahora se le asoma curiosa por entre los intersticios de los dedos con cierta repugnante desfachatez, como si su pie fuese una ventana de recios y enmohecidos barrotes malolientes, como sí al través de él quisiera mirar lo que jamás en su absurda vida de mosca hubiesen podido ver sus ojos.

El hombre sacude con violencia la pierna para deshacerse del insecto. Sobre su frente ya habían aparecido entonces, profundas y estremecidas, las primeras arrugas, como surcos en los que el sol dejaría caer su menuda lluvia.

- ¡Maldito animal! - exclama, y del cráter oscuro de su boca, hasta por las hendijas de sus dientes sarrosos iban saliendo gruesas palabras de protesta. Todo el caliente barro de su angustia, su dolor todo de hombre torturado, su aceite negro y caliente. Su propia lava que ahora una simple mosca se la hacía estallar.

Una voz estrujada, gangosa, surcó el aire del cuarto: ¡Demetrio! ¡Demetrio! Inquirió solicita la voz. Pero las palabras de su mujer se quedaron girando en el aire caliente del cuarto, como una rama destrozada, rebotando sobre el suelo embaldozado con el propio chimó de Gumercinda como si fuesen un balón desinflado.

Realmente Demetrio bien hubiese querido dialogar con su mujer. Con su buena y comprensiva mujer. Con la Gumercinda de todos los tiempos. De los buenos y de los malos tiempos. Con la mujer que sólo sabía ser suya y que lo quería a él solo con sus propios defectos. Así como él era, con su nariz aplastada y sus pies anchos. Bien hubiese querido dialogar con su fiel compañera, con la que había luchado toda la vida y con la cual también ahora se hallaba muerto de hambre.

Pero Demetrio no quería conversar. Quería solamente estar ahí, callado, columpiando su hambre, madurándose, si se quiere como un racimo, como una fruta cualquiera. Quería sólo estar allí pudriéndose dentro de su hamaca hasta que de su cuerpo desintegrado empezasen a brotar hongos como paraguas, grandes hongos envenenados. Se quedaría allí, definitivamente. Aprisionado como una rata, hasta que la huesuda muerte se escurriera por las cabullas de su hamaca a reclamarle la cal de sus huesos; de sus pobres y humildes huesos que ya empezaban a sonarle como carretes arrastrados.

La casa mira al río por el ojo de la ventana. El viento entra por ella y enmaraña con sus dedos innumerables el pelo de Demetrio. Su padre era leñador. Cuando soltaba el hacha contaba. Sabía muchas historias el viejo. Aquello fue la tarde en que hizo una fogata con su leña y la llama subió hasta las estrellas: Hubo una vez un día en que el hombre sintió la necesidad de comer. De satisfacer ese vulgar y cuotidiano deseo. Y entonces la mano verde del árbol se entreabrió para dejar caer su fruto maduro, en sasón. Otro, en que el hombre de fea pelambre y de gruesas mandíbulas sintió el deseo de beber y la cascada, y la nube o el manantial te apagaron su sed. Eso fue al principio. En el comienzo. En el umbral.

Cuando la fogata se extinguió y las llamas bajaron de las estrellas, Demetrio halló el rostro de su padre entre las cenizas y el hacha era como un verde brazo rojo que ardía.

Regresó por el ardiente camino de humo y las cenizas. Aquello no lo había dicho él, ni lo vio escrito, ni tampoco lo había inventado él. Alguien probablemente lo había dicho y él lo oyó. Sí, eso fué. Esto lo dijo alguien y él lo oyó. Pero es lo cierto que todo esto le era tan conocido y familiar, que estas palabras le sonaban tan suyas que si alguien se lo preguntase quien dijo eso del árbol..., de la nube o...del animal, él contestaría tal vez sin vacilar con un absoluto y rotundo «Yo». Yo... Yo...porque yo he comido de ese fruto y he bebido de esa agua... Pero eso filé al principio. En el comienzo. En el umbral.

Demetrio se incorpora. Quiere enseñar de nuevo a andar sus piernas desacostumbradas por la inercia. Siente que el aire fresco del atardecer cae sobre su cuerpo como un trapo mojado, que la brisa que viene de los árboles, del río o de allá lejos, lo acaricia como si mera su propia Gumercinda. Casi a rastras se aterra a la ventana para mirar la tierra que él había cultivado, la ancha y generosa tierra del mundo de la que un día habrá de brotar espigas como olas, para acabar con el hambre de todos y con la suya. Para acabar con los ríos de hambre que ahora desembocan en su estómago como en un gran estuario, extenuándole el cuerpo, su pobre cuerpo que ya era también como otro estuario del hambre.

Trenes inmensos cargados de pan y frutas surcan ahora es espacio en todas direcciones. Allá va Gumercinda con sus hijos que ahora ríen felices. Demetrio mira los muelles y los barcos. El también se irá, a bordo de un nuevo día, navegando en su nave de ensueños hacia la tierra de todos.

Trujillo: 1954.   

(Tomado de un selección hecha por el Dr. Isidoro Requena del C.I.L.L.M.B.I. Se ha respetado la grafía original de los textos)

 

La Peña Blanca

Ramón González Paredes

En la población de Santiago de Trujillo hay numerosas leyendas. Cada una de las casonas, que se han preservado del látigo del tiempo, conserva historias añejas. Antes de llegar al sitio denominado Las Guardias, existe una piedra muy blanca, a modo de algodón, para arrobo de caminantes.

La testa blanquísima, de leche cristalizada en esa peña, está surcada por una cascada reidora. Al fondo hay arena en un pequeño espacio, donde cae el chorrerón, que suele golpear, asimismo, todo el cuaderno del paisaje.

Un campesino, de nombre Andrés, cazurro, con traje recio, como si fuese de estameña, casaca parduzca, de cotizas valencianas y sombrero, pajizo, de alas anchas, en la cabeza, fue mi compañero de viaje, al linde mismo del bosque.

—Mire, aguaite la cascada. Si se fija mucho puede que vea la difunta —argumentó.

La Peña Blanca estaba encantada, no había duda; el encantamiento no era reciente sino se perdía en el remolino de los años. Cerca de la piedra vivía una familia venida a menos.

Mariana solía bañarse el rostro todas las mañanas en el chorrerón de agua helada y reidora, que tenía remedos de hojarasca y parecía ocultar un acordeón de turpiales díscolos.

—Mija, no se moje allí, que es peligroso.

La muchacha no hacía caso de los consejos del padre. Gozaba con que su cabellera fuese rival del chorrerón, y sobrepasase al pelo multicolor del agua.

Sentía una especie de rivalidad respecto a la cascada, que inundaba el corazón de la piedra. Le parecía como si esa mujer del agua la desafiara y le dijese que su belleza no podía compararse con la suya mineral.

La belleza animal era perecedera, estaba sujeta a descomposición y muerte; en cambio aquella de rocas, fuentes, lagos y ríos, tiene cierto sello de eternidad, un halo perenne. Esto lo presentía la joven sin llevarlo a juicios. Cuando Mariana se llenaba la cabeza y el rostro con aquel líquido helado, veíase reflejada en las  aguas y pensaba que era linda. Si pudiera conversar con la cascada le diría, con otras palabras: "tu belleza no piensa ni siente. Su misma eternidad se vuelve monótona, y lo que es rutinario deja de ser hermoso. La belleza resulta fugaz y perecedera; viene a ser compañera inseparable de la muerte". Por eso comportábase con aire de triunfadora. Se gozaba al encarar el rostro del agua, al desafiarle y meterse en el corazón mismo de la cascada, para ufanarse, precisa­mente, de cuanto la otra parecía despreciar.

Mariana siempre se bañaba el rostro, mojábase la abundante cabellera castaña, incluso los hermosos, torneados brazos. Así el agua le empapaba el camisón, y los senos se le marcaban tras la tela.

Cierta vez, en que estaba más desafiante y burlona desde el altozano de su adolescencia, le pareció escuchar una voz que decía:

"Nada se puede con tu doncellez; te defiende tu doncellez, tu doncellez, tu doncellez"…

No estaba segura si las palabras habían venido de personas, o era un simple remedo de voz humana, del viento silbador que solía refocilar en lo alto de la Peña Blanca.

Entonces conoció a Pablo. Este último era un forastero de mirada penetrante.                              

Estaba acostumbrada a que los mozos del pueblo se acoquinaran ante sus encantos. Disfrutaba de verlos atortelados, confusos.

Pablo la miró con dominio, como si le perteneciera desde el principio de las cosas. La trató, en realidad, cual un objeto, al igual que la montura de su caballo, y el fuete con que solía golpearse las polainas.                 

Pablo era moreno, de ojos grandes y gesto imperativo. La saludó y le dijo apenas:

-¡Hola, buena moza!, me gustáis y voy a llevarte conmigo un día de estos—.

Ella le sacudió la melena y sonrióle sin querer. Intentó burlarse, como hacía con los muchachos del pueblo, cuando bajaba a misa domingos y días de fiesta; sin embargo comprendió que se hallaba representando, pues no las tenía todas consigo. Sin quererlo bajó el rostro; ¡ella que estaba acostumbrada a levantar las pupilas copiadoras de las garzas del cielo! El la atrajo a sí y la besó en los labios. Quiso sacudirse, incluso mostrarse indignada para demostrarle que no era una cualquiera; ni se trataba de alguna campesina estúpida a la que puede un hombre tomar y dejar a capricho. Intentaba, en vano, proclamar el imperio de su voluntad para que él no la confundiera con las cosas.

Esa noche se internó en el platanal, a varios metros de su casita. Sintió una voz sin palabras coordinadas. Más bien parecía murmullo de viento en las panojas del maíz.

—Ven, ven, a disfrutaar del amooor.

Cerró los ojos, y una paraulata parecía entonar sutil responso, algo así como si resultase algún miserere.

Le palpitó el corazón con campánulas ebrias de luna. Entreabrió los ojos para llenarse del paisaje, con el propósito de engullirle, como si fuese un pan muy bien sobado, fresco y aromoso. ¿Dónde estaría él? Sintió una barca de congoja, varada en la arena, cuando pensaba que se abría al misterio de todas las rutas azules y se entregaba al frenesí de puertos, sin conocer el mar. Fue a acostarse y dedicóse a hilvanar sueños. Si él se cansó de esperarla, entonces la luna apagaría su brasero celeste. Las chicharras, los grillos y las ranas acallarían el violín del sentimiento; silenciaríanse íntimas sonajas, matracas del alma, tambores y falsetes de pasión. Los padres dormían, como si hubieran caído en un césped mágico, en donde el ser pierde toda conciencia y comienza a vagar, a la manera de un sonámbulo, por roquedos, praderas, valles, vegas y repechos de la imaginación.

Si él la aguardaba, entonces toda la naturaleza entonaría una  sinfonía de pájaros, cascadas, nubes, colores, bruma, formas caprichosas, y deleitables notas de frutas sazonadas, para integrar una tizana celeste y nocturna. Su sangre cabalgaba gladiolas; sus senos tenías remedos de peces; sus caderas eran granadas abiertas a las aves gozosas.

Se irguió sigilosamente, cuando todos dormían, y, como una cervatilla, cruzó, a la luz de la luna, hacia el platanal. Los grillos entonaban músicas monocordes, con pitos y violines. Los sapos de las charcas creaban un himno a la noche, en que la voluntad se duerme y los sueños vagan a gusto, como potros de pasión. El la aguardaba.

—Te demoraste mucho —le reprochó.

—No podía salir antes.

La tomó y desposóla sobre unas cepas de plátano, al unísono del crótalo de ramas y chicharras, en acompañamiento con falsetes de sapos, riachuelos y susurros de hojarasca, en medio de la noche fresca, que envolvía sus cuerpos trenzados, enfebrecidos, con una túnica de hilos muy finos y penumbrosos.

Mariana se acostó olorosa a hombre. Sintióse desagradada con el sudor ajeno; deseó meterse de inmediato en el agua renovadora; pero, temía a las sombras nocturnas y decidió aguardar la mañana.

Al despertar se encontró salpicada de caujaros; por ello, en cuanto el sol sacudió la casa con latigazos de luz, salió corriendo a bañarse en la Peña Blanca, su compañera de siempre. El agua la envolvió, la aturrulló, amordazó y estrujóla como un demonio celoso.

—Ahora no eres doncella, no eres doncella, no eres. . .

Una voz chillona le colmó el caracol de los sentidos. Quiso zafarse de aquellas lianas líquidas, cristalinas pero firmes, y no pudo.

Un pulpo de tentáculos transparentes la dejaba inerme. Hasta le enrolló la garganta impidiéndole vocear y pedir auxilio.

En cuanto sus padres, impacientes porque Mariana bien entrado el día no se aparecía por la morada, fueron a buscarla. Entonces encontraron a la hermosa mujer, desnuda y ahogada, al pie del aguazal, que tenía ahora un caudal más abundante y demostraba fuerza delirosa. Parecía dirigirles una sutil mirada, con ojos alargados, ojos garzos de sátiro, celoso ante el cuerpo de la ninfa violada por otro macho. Había en aquel chorrerón algo burlesco, y se intuía un secreto halo de victoria secular en torno suyo.

Tomado de Santiago Real y Legendario (1971).   Se ha respetado la grafía original del texto

 

 Leyendas de la montaña

Ramón González Paredes

La montaña tiene sus embrujos, para ser referidos en voz baja, susurrados en las noches de lluvia, al calor de la hoguera.

Conocí Cabimbú en una de mis escapadas a la montaña. Estaba deseoso de dialogar con el frailejón de los páramos; de platicar con el viento silbador de las alturas.

La nostalgia y el frío paramero se adueñaron de mi espíritu.

Íbamos en caravana. Recuerdo que uno llevaba un revólver y lo sacó sin motivo cuando coronamos la cima. Entonces daban ganas de vocear, de hacer ruido y proclamar la existencia de cualquier modo.

—Señor, guarde usté esa arma, no vaya usté a disparar en la laguna, porque se enoja el Encanto.

Tales decires del marrullero guía, me dejaron en vilo. El rostro del baquiano era ceñudo, petrificado, como un pedazo de tierra. En mirando sus ojos, hermanos de la niebla, perdí el coraje de interrogarlo. Por eso guardé silencio y mi compañero de expedición aceptó el consejo sin réplica ninguna, cual si se tratara de una orden.

Llegamos a la laguna. Esta era extensa, tranquila, como dormida. Su color tenía algo de esfumino y su faz reflejaba las nubes pesadas, un tanto aletargadas, que coronaban la cabeza del cielo.

—Nadie grite, porque se despierta el Encanto y se pone furioso.

Las mujeres, aunque de ordinario se asustan de animalejos, en ciertas ocasiones muestran un brío inesperado, tienen salidas capaces de dejar boquiabierto al más corajudo.

Íbamos con una mujer.

La dama era de temperamento nervioso. No se contentó con mirar la laguna de lejos, sino que echó pie a tierra; abandonó la bestia sobre la que venía a horcajadas y tocó el agua grisácea y serena.

—Señorita, no haga usté eso; mire que se le va a revolver el cristiano al Encanto y nos escupe —apuntó el guía.

La chica retiró entonces su mano como si temiese perderla en la añagaza; pero siguió desafiante, golpeada por la brisa; su cabellera larga y sedosa era una bandera de altivez. Luego inquirió por todos los pormenores. No se satisfacía con las preguntas y añadía nuevas interrogantes. El baquiano, en principio, mostróse marrajo. Parecía como si aquel alud de palabras de la viajera contra su propia naturaleza, lo hiriera muy en lo hondo. Sin embargo enhebró un recuento de anécdotas en su lenguaje campesino, cual si se fatigasen las voces al salir de sus labios; daba la impresión de que la altura le trajinase el huelgo, le precipitase el aliento en una costana interminable.

Entonces me enteré de quién era el Encanto. No sabía que habitase aquel personaje en tales parajes montañosos y ahora me resultó simpático, tanto que me hubiera gustado escaparme en una noche de luna, cuando el viento frío desafía los peñascos, provocándolos en riña, para escuchar su voz, y sostener una parleta en la sombra con aquel misterioso ser, otrora dueño de todas aquellas regiones. Por haberle dado muerte a un semejante, movido del placer de matar, fue condenado a perder su forma natural y a sumormijarse para siempre en esa laguna de aguas grisáceas, pensativas.

Tenía muchos años el Encanto hundido en la laguna. A pesar del tiempo, no se resignaba con su destino. No obstante el castigo que sufriera, no había podido amar a los hombres, cuya presencia le desazonaba. En meses nada ocurría, porque el Encanto estaba adormecido; pero si alguien se aproximaba a las aguas y hacía ruido se despertaba el personaje y montaba en cólera.

Para lucirse mi compañero de expedición, y con vista a lograr la admiración de la dama, desenfundó el arma y comenzó a dispararla. Entonces, el rostro del guía se congestionó; rugió el hombre frases incoherentes, y dijo que hasta allí nomás llegaba la expedición, pues no quería ser baquiano de personas tan imprudentes capaces de hacerlo caer en desgracia con el Encanto. Como por arte de magia la naturaleza también arrugó el ceño; púsose fosca y principió a llover a cántaros. Nosotros, tiritando, con las ropas mojadas pegadas a los cuerpos, no acertábamos a pronunciar palabra. Sólo se escuchaba la voz del guía, zamborotuda, cavernosa, pesada, colérica:

—No ven, despertaron al Encanto, lo chocaron, y ahora se enoja y nos escupe.

En “Santiago de Trujillo, Real y Legendario (1971). Se ha respetado la grafía original del texto

 

Maldición al cura

Ramón González Paredes

El padre Hermógenes era una figura rechoncha y rubia. Oriundo de la Europa Central, llegó a Santiago de Trujillo en uno de esos cambios que suelen hacerse en nuestros pueblos, en vista de que la gente lugareña no se acomoda con el sacerdote, o viceversa.

El padre, en vez de tratar con cierta humildad, o por lo menos con un adarme de comprensión a los feligreses, comenzó a ver la población como antro de pecado. 

Desde el púlpito daba voces en contra de fantasmales comunistas, que estaban acabando con el respeto a las instituciones y, al mismo tiempo, vociferaba contra todos esos "endemoniados" que habían entregado su alma al diablo, pues vivían en concubinato público; de modo que el matrimonio sólo resultaba una excepción, y la man­cebía regla general, especialmente en los campos.

Cerca de Cuencas vivía, por luengos años, amancebado, Jaime González Núñez, quien, a raíz de una fiebre, en cierta epidemia de gripe, que empezó a azotar la región, agravóse. Desde el catre, en donde estaba tendido, con el rostro desencajado, moribundo y la voz pastosa, pedía:

 —Que venga el cura..., que venga...

 Deseaba confesarse.

María Rosa, la mujercita, compañera de toda su existencia, quien le había dado numerosa familia, no puso reparos en abandonar la casa e irse para una choza vecina cuando llegara el sacerdote.

 Así comunicáronselo al padre Hermógenes.

Le enviaron dos o tres comisionados; pero el sacerdote no quiso prestarle auxilio al moribundo. Le mandó decir que por qué razón no había puesto más cuidado en su existencia si se sabía mortal; que él no iba a llevar el Santísimo hasta una casa maldita, de posesos concubinos.

El pobre Jaime pedía, a voces, un sacerdote. Se le acercó el emisario de mayor temple. Ño Ruperto Jiménez, y díjole:

—Compae, resígnate, que el cura musiú dijo que no venía pa casa de amancebaos.

En oyendo esto el moribundo suspiró, y exclamó con voz cansina:

—¡Aja! Ta bien. . . Aja...

Todos comprendieron que aquellas palabras encerraban una maldición.  Falleció el pobre campesino, sin tener cuanto ansiaba para satisfacer el muro de creencias, levantado desde su infancia, y el cadáver conservó dos lágrimas, que rodaron por las escuálidas mejillas.

Poco tiempo después el padre Hermógenes sintióse quebrantado. Fue donde el médico, al Dispensario, y el facultativo le indicó que debía dirigirse a Trujillo. De allí lo mandaron a Caracas.

Su estado de nervios, una continua exaltación al sentirse en un pueblo de enemigos, le impulsaba a realizar todas las cosas en volandas.

Antes de llegar a Valencia, era tal la velocidad que llevaba su automóvil, de marca europea, que fue a clavarse, al fondo de un precipicio, contra unas rocas. El sacerdote no tuvo tiempo ni de persignarse o encomendarse a Dios, por lo rápido del accidente.

En Santiago, todos se hicieron lenguas de que la maldición del mioribundo se había cebado en el señor cura musiú.

  En Santiago de Trujillo, Real y Legendario (1971). Se ha respetado la grafía original del texto

 

Pencas

Manuel Andara Olívar

(Fragmento de vida venezolana)

A Leoncio Martínez

La niebla se arrastra a tientas por entre los árboles, sonámbula; la lluvia continúa cayendo, ahogando la sementera, haciendo esguazo. Esta vez el invierno vino devastador, amenazante, los cerros agrietados semejan arañazos de una mano invisible. Barrancos, caminos obstruidos. Pasos difíciles.

Juana, la mujer debilitada de partos, achacosa, mascilenta, agobiada por la tristeza de la bestia que pierde todas las crías, se restrega los ojos, estira los brazos como para espantar el sueno en aquella madrugada tan gelina.

Faustino, su marido, se arrolla en las cobijas rotas, y sucias mientras hace crujir la troje de palos que le sirve de cama.

Con un gesto de conformidad la mujer se entregó a los quehaceres, encogióse de hombros en movimiento brusco de inconsciencia, confesando su flaqueza, su debilidad, su absurda resignación. Como perro aterido se acurrucó en el suelo; le costó trabajo prender aquel fogón ceniciento y poco a poco, empezó a hervir el negro. La llama alumbraba el rostro de la mujer con hambre, hojas secas, palo podrido en la resaca de la corriente impetuosa; en la semioscuridad parecía elevarse por sobre las cosas; su imaginación, igual que una brizna arrastrada por el viento, volaba por entre los vericuetos de veinte anos atrás, cuando era joven y podía echarse al hombro un "tiro" de leña o cuando iba al conuco por una "maleta" pesada sin cansarse.

Siempre había sido pobre, pero no recordaba haberlo sido tanto como ahora; y eso que su marido no era ningún zángano, se tiraron "jalando" días enteros y por la tarde al regreso, le dolían la cabeza y la cintura; eso, cuando le iba muy bien; veces tuvo en que volvía con fiebre y amarillo como la flor de auyama.

No pasó noche sin que ella se encomendase a Dios y cuando su marido, fatigado por el cansancio, roncaba echado sobre la troje, lo encomendaba también; le hacía cruces y su mano flaca lanzando signos en el aire, parecía un símbolo de muerte. Aquella fue, aquella esperanza avanzando como cofias dentro de su corazón, le hacían esperar el florecimiento del milagro: pero el tiempo pasaba demoledor, manchando con su tinta de olvido todas las cosas... ¡y ellos siempre lo mismo!

¡Miseria!... ¡Miseria!... ¡Cómo te acurrucas en los rincones de los hogares campesinos!... De Faustino quedaba apenas un resto de hombre; lo mismo de su vida: las fuerzas, la salud, se le perdieron en aquellos campos por buscarla. Su cuerpo, su vejez prematura, no era sino la expresión del hambre, de los días pasados alimentándose con topochos y ají picante; a eso, sencillamente, le debía lo poquito de vida que aún brillaba en sus ojos!

Río crecido que invade sementeras, que arrastra piedras y pesados árboles de las montañas, río crecido es su imaginación. Río crecido es él mismo, cuando lo acosa el hambre y le impone que debe proporcionarse el pan.

El canto del gallo anuncia la proximidad del amanecer. Una lluvia monótona fustiga sin cesar los árboles, mientras la intermitencia del relámpago raya la madrugada de fosforecencias.

Ahora, junto al fogón. Juana vuelve sobre las palabras de su marido, cuando impacientado le dijera ayer:

- ¿Pa qué rezas más? ¿Vas a pedí pa que no llueva? Aquí en esta tierra hasta Dios se hace el sordo con nosotros; cuando el verano es fuerte y le pedimos una gota, entonces... nos manda un agual que no nos deja plantica pará!... Acordate diora dos años, cuando aquel gran verano, vos juistes al pueblo a la rogativa e San Isidro, disque a pedir nos mejorase el tiempo... y ya ves, aguantamos más hambre que perro sin amo...

Y entonces ella, le recalcó:

- Cosas de Dios. ¡Castigos! ¡Castigos!...

Faustino después de un largo rato de silencio y de haberse tragado las palabras de su mujer, repetía con voz pausada:

- ¡Castigos! ¡Castigos! ¿De qué diablos nos puede castigar Dios, mujé?...

El humo picaba e invadía la choza que era sala, cocina y dormitorio a la vez.

- Juan, apúrale al café, que me jielo.

La voz del marido la hizo volver a la realidad... Había pensado demasiado y se sentía cansada como si hubiese caminado mucho.

Cuando estuvo el café y lo coló en una busaca mugrienta y, en un jarro de tierra a medio lavar lo llevó a su hombre diciéndole:

- Faustino, párate, ya son las cuatro y media y vos sabes el dicho: "el que madruga coge agua clara".

Cuando clarea el alba empieza la cotidiana tarea del campesino. La misma cosa todos los días. ¡Trabajar!...¡Trabajar!... Trabajo implacable, debilitante, sobre todo cuando contrasta lo que se afana con lo que se consigue; y sin embargo, esa es la realidad: dureza de la vida. Hoy trabaja, hoy come, mañana enferma y muere, lo echan sobre una troje envuelto en una estera de plátano y lo bajan al pueblo, sin urna.

¡Así se apagan esas vidas recias, vidas que nos hacen falta!...

Les quedaba por todo la miseria de unas pencas, unas cuantas hileras de cabulla...Ellos miraban con tristeza aquella agreste siembra que florecía en lanzas y que amenazaba clavarles los ojos.

El mosco le chupa la espalda desnuda, sudorosa. En medio del campo, con la talla apretada entre sus manos, inclinado sobre el banco, saca cabulla; su mujer la hilará después. Así se bandean la vida estos dos seres uno para el otro.

Por la tarde regresa al rancho con los brazos impregnados de sarna, producida por la savia que mana de la penca.

La mujer de vientre escurrido y senos nacidos espera su retomo, sentada en el umbral; apoyada la cara entre las manos echa a rodar sus ojos por los plantíos vecinos, por aquellas grandes haciendas de café que tienen un amo rico y donde ella y su marido no han hecho sino desgastarse, sucumbir.

Por todo eso pasa ella sus miradas, torpes y resignadas como las de aquel que no tiene más nada que esperar.

El quiere a su mujer, su mujer lo quiere también a él; y, sin embargo, apenas se hablan dos o tres palabras: el ambiente, la soledad los han enseñado a ser herméticos.

Eso es todo; las mismas escenas repitiéndose a diario, la misma pobreza cerniéndose implacable sobre aquellas vidas turbias.

El paisaje se toma borroso, va cayendo la noche y el silencio galopa desenfrenado por un camino de sombras.

Dentro de la choza, calma, descanso. Afuera... las matas de cabulla semejan manos crispadas amenazantes...

 (Recopilación realizada por Isidoro Requena del C.I.L.L.M.B.I.  Según su hijo, el abogado Argimiro Andara, autor de la biografía que presentamos en nuestra página, este cuento fue publicado en “Fantoches” con dibujos de Leoncio Martínez “Leo” en 1933. Se ha respetado la grafía original del texto)

 

 Todos pasan junto al río

Manuel Andara Olívar

Aquí, sobre la yerba, junto a esta inmensa piedra que más bien parece un acorazado, estoy mirando correr el río. El sol como una moneda va rodando sobre los altos cerros, la tarde se despereza pesadamente, como un enfermo, las nubes se van tornando de un color rojizo y todo el ambiente se hace tibio como corpiño de mujer. Más allá del río, más allá de los árboles, tras la colina, está sembrado el pueblo, acribillado de problemas, inmensamente solitario...

 Desde aquí, pues, con mi libro de mis perros estoy mirando esta infinita indecisión conque cae la tarde, el cansancio de cuatro leñadores que bajan la colina, la huella de sus pies desdibujados en el camino, y, aprisionado entre el alambre de púas, un girón de vestido se herroana con el viento para fingir una bandera.

Hace fresco sobre la yerba bajo los árboles donde me encuentro.

Allá viene Matilde, la hija de mi vecina, a pastorear su cabra lechera. Desde mi sitio de recreo yo anhelo los quince años de Matilde. No sé como puede ser robusta y ostentar unos senos enhiestos esta muchacha proletaria. Me consta que pasa trabajos... A mí me gusta su hermosura y me duelen sus días de privaciones.

Yo quisiera cortejar a Matilde, tratar de doblegar su responsabilidad de mujer, hacerla mía, pero Matilde apaga mi brutalidad con el eco de su palabra sencilla; además ella es novia de Arturo, un peón. Mi corbata de seda y mi título de universitario no significan nada para ella. Matilde no sabe de diferencias sociales ni de explotados, ni de explotadores, pero yo confirmo que tiene conciencia de clase.

Frente a mí desfila todo mundo de seres conocidos a los que yo pudiera adivinar hasta el color de sus pensamientos. Por ejemplo: no veo la muchacha que lava detrás de los árboles pero sé que es Martina; además, estoy viendo su traje de cuentas azules extendido sobre la yerba—Yo sé que está pidiendo sol para su traje azul!

La tarde tiene un color de revolución. El bucaral ha desgranado un símbolo sobre el paisaje, ha dejado caer sus flores rojas como una lluvia de banderas, el río se va arrastrando las nubes en su seno y el plantío vecino el viento ensaya esgrima con las espadas del maíz.

Rosendo, el viejo militar retirado, ha manchado de guerra el color de la tarde. Su paso de soldado se va hundiendo en la tierra removida igual que una pieza de artillería. Rosendo avanza, forzosamente tiene que pasar frente a mi sitio. Yo vuelvo hacia la historia de este país exangüe de tiranías y de contiendas fratricidas, yo pienso en sus hazañas de soldado, en la celada cobarde, en ese ayer desvaído cuando los hombres se asfixiaban en un sopor de intrigas y se odiaban hasta la muerte.

La estampa de Rosendo, su odiosa figura de caudillo me obliga a pensar en todo esto. El ya tal vez no piensa en eso; quizas esté olvidando su fusil y poniéndole amor a la escardilla o a la siembra que surge como una clarinada de esperanza de la oscura humedad de la tierra... Yo conozco a Rosendo y pienso que detrás de la vida de este hombre analfabeta se agazapa un pedazo de historia venezolana. Su vida militar empezó sin complicaciones en un día cualquiera; se alistó en la campaña sin previas consultas de conciencia ni simpatías partidaristas. Lejos andaban sus convicciones: se alistó en la campaña sin duda alguna porque quería cambiar aquella velada.

Pero el tiempo ha sido implacable con este vestigio de militar y ya Rosendo es un hombre cansado; quizás no tenga la misma briosa juventud de antaño para empuñar sus armas y responder a la consigna. Es más edificante cultivar la tierra que asesinarse en los combates; pero Rosendo estoy seguro, se halla muy lejos todavía de comprender esta verdad.

El coronel Rosendo Dávila, como debieron llamarle en la campaña, quizás se encuentre descentrado en este ambiente de democracia al que nosotros queremos hacer más eficiente; tal vez esté aburrido de vivir esta mística vida campesina que no se hizo para él.

Rosendo tiene un nieto, Ricardo; es un moreno alto y fuerte de tez bronceada y risa franca. Cuando termina su trabajo estudia y por la noche habla animosamente de política con sus camaradas los obreros.

Rosendo ignora el paradero de Ricardo, el viejo militar se aferra obstinadamente a su criterio feudal del dominio absoluto; Ricardo lucha y se disciplina revolucionariamente.

Para Rosendo la vida se hace insoportable. Quizás mañana, cuando el nieto regrese y él sepa que es anticaudillista, que lee periódicos de izquierda, termine entonces la bondad del abuelo; pero no importa, ya Venezuela es como un río crecido a quien no vale obstáculos para que corra al mar y el nieto de Rosendo, con su conciencia obrera, limpia como otro río, busca caminos más seguros para su pueblo.

La tarde tiene un encendido color de revolución, el bucaral ha continuado desgranando sobre el paisaje su lluvia roja de banderas... Yo estoy seguro que este viejo soldado desea morir con sus generales antes que naufragar en el mar agitado de la opinión, mucho antes que la juventud le arroje en cara el bochorno de su pasado.

¡Pobre Rosendo!

En medio de la tarde yo me imagino que ha proferido una maldición...!

(Recopilación realizada por Isidoro Requena del C.I.L.L.M.B.I. Se ha respetado la grafía original del texto)

 

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