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UN SUICIDA de Ednodio Quintero   UN CABALLO AMARILLO de Ednodio Quintero   GALLO PINTO de Ednodio Quintero   MUÑECAS de Ednodio Quintero   LA MUERTE VIAJA A CABALLO de Ednodio Quintero

 

 

UN SUICIDA de Ednodio Quintero  

         Luego de profundas reflexiones había llegado a una conclusión definitiva: la vida carece de sentido. Así lo fue pregonando entre sus conocidos; sin embargo, nadie prestó atención a sus proposiciones pesimistas. Los menos sordos expresaron su opinión con breves sonrisas indulgentes. Algunos amenazaron con darle patadas; otros se hicieron los desentendidos y continuaron sus charlas acerca de los precios de la lana, la lluvia y las cosechas. Pero ahora, cuando los peones de la vega contaban que lo habían visto lanzarse al pozo oscuro del Burate, todos, sin excepción, se miraban asom­brados. No, no era posible. Sí, sí era posible. Lo habían visto con sus propios ojos «pues nunca llevamos ojos prestados».

           Organizaron una cuadrilla de rescate comandada por don Pancho, padre adoptivo y pariente lejano del suicida. Mientras avanzaban por las riberas escarpadas del Burate, el viejo Pancho lamentaba a viva voz la pérdida de su mejor amigo, guardián fiel de sus sueños, pastor de sus ovejas, hijo de su alma.

           Hasta el anochecer estuvieron sondeando inútilmente en el terrible remolino. Los más fatigados, entre los que se encontraban algunos incrédulos, decidieron regresar. Los otros encendieron una fogata y se sentaron a esperar la salida de la luna. Al filo de la madrugada, las aguas turbias del río arrojaron sobre la playa pedregosa el cuerpo hinchado del perro.

 

 UN CABALLO AMARILLO de Ednodio Quintero

            Si Soñara que soy algo más que un caballo amarillo: despojado de resabios y relinchos, reducido a la infeliz condición de bípedo pensante, enfilaría mis pasos rumbo a la ciudad más cercana, aquella que se vislumbra allá en el extremo sur de la llanura, y en la cual afloran altas chimeneas oscuras manchando de hollín el cielo sin de esta mañana de septiembre.

Me confundo entre la multitud sudorosa que sale del estadio. A empujones y codazos logro abordar un destartalado autobús repleto de escolares macilentos y ancianas desdentadas. A través de la ventanilla contemplo el desfile de árboles raquíticos que bordean la avenida. Un desconocido de rostro patibulario se me acerca sonriendo y me da una feroz patada en la espinilla. En silencio lo maldigo mientras me retuerzo como un gusano  fulminado por un rayo de sol.

             Desciendo en la esquina del mercado y me envuelve el olor a pescado podrido mezclado al vaho que asciende del fondo de las alcantarillas. Las moscas oscurecen el aire, y una rata asoma el hocico desde el bolsillo del saco de un mendigo ciego. Más allá, sentada en el umbral de una puerta rosada, una anciana prostituta se asolea las rodillas. Siento hambre, escarbo inútilmente en mi faltriquera, y me alejo poco a poco sin darme cuenta del sosegado ritmo de mis pasos.

             Por un rato ando extraviado entre el humo de las fábricas, el ruido de los autos, el bullicio de los chicos que juegan al fútbol, las piernas rollizas de una mujer alta y rubia que arrastra un perro de pelaje oscuro. Y un viejo amigo que me saluda llorando. Otra vez escapo y creo refugiarme en la silenciosa  intimidad de de una iglesia. Me aturde la voz afeminada e irritante de un joven sacerdote, ojos azules y mejillas recién rasuradas, que agita un cristo con cara de  perro regañado y vocifera en un idioma extraño, mezcla de latín, sánscrito y arekuna. Me escurro sigilosamente y vomito en la acera.

             Casi sin interrupción me veo ahora sentado en un sofá, en la sala de unos parientes idiotas. Celebran mi visita con cuchicheos y son­risas sesgadas. Me ofrecen café o té o limonada. Revolotean a mi alrededor como pájaros bobos. Recuerdan a la abuela asesinada durante una fiesta de carnaval de los años cincuenta y a la tía Margarita atacada de sama perruna. Asqueado me despido, y con elgolpe de la puerta comienzan, por turno, torpemente, a enterrarme en la espalda los puñales que ocultaban entre sus vestiduras.

             Afuera la tarde es una flor anaranjada desgajándose lentamente. Las puntas de mis zapatos mellados señalan el camino de regreso. Me resisto a pensar. Mi cerebro es una cueva blanquecina, limpia y desolada, en la que, a intervalos muy breves, se desliza una sombra. Apenas una sombra y el obstinado revolcarse del viento entre los árboles. Tarareo una melodía triste y desafinada, y desciendo por el callejón pateando una lata de cerveza.

 Al llegar a  mi casa me aguardan los gritos de mi mujer y el llanto de nuestros hijos. Mi mujer ha enflaquecido y los senos le cuelgan como una piltrafa. Los chicos tienen hambre. Patalean y me saltan encima y se me suben por todas partes como hormigas. Me derriban, aúllan y pisotean mi cuerpo fatigado. Entonces me despierto y libre ya de pesadillas me afinco en mis patas traseras, de un salto me levanto, relincho de contento, galopo y el viento sacude mis crines amarillas.

 

GALLO PINTO de Ednodio Quintero

 A Eduardo García Aguilar

Mi tío tenía un gallo pinto que se alimentaba de alacranes vivos, Un domingo de Ramos el gallo amaneció cantando y aleteando, eufórico, alborozado, como si celebrara algún sueño grato. Mi tío se contagió con la alegría del gallo. Le tanteó las patas ‑que le transmitieron una oleada de calor‑, y mirando el cielo sin nubes decidió que el día era propicio para poner a prueba la capacidad guerrera de aquel soberbio animal de alas negras, pecho atigrado y espuelas de marfil.

        En la gallera bulliciosa la estampa del pinto impresionó a los apostadores, que se movían inquietos en sus asientos de madera mientras mi tío aguardaba desafiante en el centro del ruedo. De la primera fila se levantó un viejo patilludo, ojos como brasas, sombre­ro ladeado, que sostenía entre sus manos un hermoso gallo pareci­do a un águila. Con voz ronca, atronadora, se dirigió a mi tío: “Mi marañón contra su pinto, don Marcos, al bulto y sin igualar espuelas”.

        El combate fue breve y habría de prolongarse para siempre en la memoria de los espectadores, pues, a los primeros aletazos del cuerpo del gallo pinto comenzaron a brotar alacranes que en un instante devoraron al marañón. En la confusión que antecedió a la desbandada salieron a relucir puñales, garrotes y algún revólver de cañón ahumado. Se escuchó el ruido seco de un disparo, y mi tío se desplomó, largo y pesado como un cedro de las montañas. Gritos, resoplidos, maldiciones. Luego el silencio. Y del pico y de las alas Y de la cola reluciente del gallo pinto continuaron brotando alacranes, que se comían los portones y las vigas, los árboles de la plaza, el puente colgante, las estatuas.

 

MUÑECAS de Ednodio Quintero

         Cuando murió mi hermanita la enterramos junto con sus muñecas para que le hicieran compañía. Transcurridos noventa años de aquel triste suceso, he llegado a convencerme de que las muertas fueron las muñecas, y enterramos también a mi hermanita para que les hiciera compañía.

 

LA MUERTE VIAJA A CABALLO de Ednodio Quintero

          Al atardecer, sentado en la silla de cuero de becerro, el abuelo creyó ver una extraña figura, oscura, frágil y alada volando en dirección al sol. Aquel presagio le hizo recordar su propia muerte. Se levantó con calma y entró a la sala. Y con un gesto firme, en el que se adivinaba, sin embargo, cierta resignación, descolgó la escopeta.

          A horcajadas en un caballo negro, por el estrecho camino paralelo al río, avanzaba la muerte en un frenético y casi ciego galopar. El abuelo, desde su mirador, reconoció la silueta del enemigo. Se atrincheró detrás de la ventana, aprontó el arma y clavó la mirada en el corazón de piedra del verdugo. Bestia y jinete cruzaron la línea imaginaria del patio. Y el abuelo, que había aguardado desde siempre ese momento, disparó. El caballo se paró en seco, y el jinete, con el pecho agujereado, abrió los brazos, se dobló sobre sí mismo y cayó a tierra mordiendo el polvo acumulado en los ladrillos.

          La detonación interrumpió nuestras tareas cotidianas, resonó en el viento cubriendo de zozobra nuestros corazones. Salimos al patio y, como si hubiéramos establecido un acuerdo previo, en semicírculo­ rodeamos al caído. Mi tío se desprendió del grupo, se despojó del sombrero, e inclinado sobre el cuerpo aún caliente de aquel desconocido, lo volteó de cara al cielo. Entonces vimos, alumbrado por los reflejos ceniza del atardecer, el rostro sereno y sin vida  del abuelo.

(Textos tomados del libro Cabeza de Cabra y otros relatos de Ednodio Quintero)

 

 

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